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El tren dejó atrás los bosques de coniferas y helechos y se internó entre los grises roquedos de los Urales con el levantado horizonte de la cordillera al fondo. El convoy ascendía fatigosamente las cuestas empujado por una locomotora auxiliar y se cruzaba con interminables trenes de mercancías cargados de mineral, de troncos o de maquinaria agrícola y camiones SIS procedentes de la fábrica Molotov.

Hubo una larga parada en Perm. Desde la sucia ventanilla, Carmen observó un breve andén abarrotado de viajeros, en su mayoría con el rostro ancho y redondo y las piernas cortas, ataviados con gorros de piel, inmensos tabardos de paño y embarradas botas. Algunos asían de la mano a sus mujeres y a sus hijos de corta edad. Parecían obesos debido a la gran cantidad de ropa barata con la que se abrigaban. Cuando se levantó la barrera los viajeros corrieron en estampida hacia los últimos vagones. Uno de ellos rodó por el suelo y los otros le pasaron por encima.

El general Petroff era un hombre de cincuenta años, corpulento, con el rostro lleno y el pelo de color zanahoria cortado a cepillo. Estaba enfrascado en las páginas culturales del Pravda, donde buscaba noticias sobre el ballet nacional. Hizo un gesto de fastidio. La Compañía Nacional proseguía su gira triunfal por las repúblicas septentrionales.

No es que al general le interesara el ballet: de hecho le parecía una tontería propia de damiselas y gentes delicadas. El general se interesaba por la compañía de ballet porque tenía una amiguita entre las bailarinas del reparto y ardía en deseos de verla.

—¿Buenas noticias? —lo saludó Yuri Antonov dejándose caer en el sillón contiguo.

Traía un vaso de vodka en cada mano, entregó uno a Petroff y bebió un generoso trago del suyo.

—Las noticias son una mierda —gruñó Petroff malhumorado.

Eran amigos desde hacía años y no tenían que andarse con disimulos.

—Pues yo tengo buenas noticias para ti —informó Antonov con su semblante más risueño.

Petroff enarcó una ceja.

—¿Buenas noticias? —repitió. E inclinándose hacia el oído de su amigo añadió confidencialmente—: ¿La ha palmado alguien de cuya defunción tengamos que alegrarnos?

—No seas animal, Piotr Alexandrevich —le reprochó Antonov—. Las buenas noticias que te traigo están relacionadas con tu trabajo.

—¿Con mi trabajo, dices? —se extrañó el general—. ¿Qué trabajo? Hoy es domingo. Hoy no hay trabajo, ni yo sé quién soy.

—¿No andas siempre quejándote de que no tienes dónde meter tanto prisionero?

Petroff era el responsable máximo de los campos de concentración en la Unión Soviética.

—Sí. Y es la jodida verdad.

—Pues ya puedes borrar de la lista a uno de tus huéspedes.

Petroff se hundió en su sillón y bebió un largo trago. Emparejó las botas de cabritilla perfectamente lustradas que calzaba, y las contempló reflexivamente, como si pudiera leer el futuro en las refulgentes punteras.

—¿De quién se trata?

—Aquel coronel de Stukas… —Yuri Antonov fingió hacer memoria—. Aquel Rudolf von Balke. ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Un verdadero pájaro de cuenta con un expediente de fechorías que ocupa varios archivos.

—Pues ha habido un error —repuso Yuri Antonov.

—Un error, ¿eh? —preguntó Petroff cínicamente.

—Sí —suspiró el otro—. Acabo de averiguar que el auténtico Rudolf von Balke, el de las revistas y los noticiarios cinematográficos, cayó en la batalla de Berlín. Está muerto, completamente muerto. Kaputt!

Petroff asintió gravemente, meditativo, casi filosófico, como si aquella situación le revelara los insondables abismos de la naturaleza humana. Bebió otro largo trago antes de preguntar, con el mismo candor de antes:

—Entonces, ¿a quién tenemos en Sverdlovsk?

—A un inocente. A un individuo que se parece a Von Balke y que seguramente se hace pasar por él. Ya sabes, los trastornos sicológicos de la guerra, la fatiga del combate y todo eso… —aseveró Yuri Antonov con la mayor seriedad.

—Ya sé.

Petroff tomó otro trago.

Permanecieron en silencio durante unos segundos. Luego Petroff inquirió, siempre con expresión inocente:

—Digo yo, ¿qué te parece que debemos hacer con él?

—¿Con el prisionero? —preguntó Antonov saliendo de su aparente ensimismamiento—. Yo creo que deberías dejarlo en libertad. Si acaso, para evitar que ande vagabundeando por la Rodina, le puedes ordenar al comandante del campo que lo retenga hasta que una mujer española que se llama Carmen vaya a visitarlo. Luego que lo ponga en libertad.

Antonov apuró su vodka, tomó de la mesita auxiliar un ejemplar atrasado del Kraznaya Zvesda y se enfrascó en las páginas agrícolas. Petroff retornó a su periódico.

Pasaron un buen rato en silencio. Luego Petroff avisó:

—Me debes una, entonces.

—Bien, te la debo —reconoció Antonov sin dejar de informarse sobre los nuevos abonos nitrogenados que recomendaba para las patatas el Ministerio de Agricultura.

Después de otro rato en silencio, Antonov añadió:

—¡Ah!, y ordena que lo despiojen y que lo afeiten. Y que le suministren un peine. Es muy presumido y le molestaría que esa dama lo sorprendiera sin arreglar.

—¿Qué es, una especie de figurín?

—Algo peor —sonrió Antonov con su ancha sonrisa rusa—: ¡un aristócrata prusiano!