Aunque era día festivo, el general Antonov madrugó para trabajar. En mangas de camisa, enfundado en unos viejos pantalones de coronel con la lista roja del costado y calzado con unas botas de piloto que parecían rescatadas de la basura, se puso a cavar una cuerda de patatas.
Mientras su chófer aguardaba en la linde, con el coche oficial estacionado debajo de un tilo, repasando pasatiempos de una revista atrasada, bostezando y escamondándose las uñas, el general Antonov cavó y cavó hasta completar una extensa parcela. Después estercoló con ayuda de una carretilla.
El asistente del general había entregado al chófer una cesta de mimbre con un almuerzo frío, pero Yuri Antonov estaba tan entregado a su trabajo que se le pasó la hora de comer. Sólo cuando el sol comenzaba a declinar se sintió extenuado por el esfuerzo e hizo un alto. Con las manos en los doloridos riñones contempló su obra. Había trabajado como una bestia, como un viejo campesino zarista. «Eso es lo que eres, Yuri Petrovich Antonov —se dijo—: un esclavo como tu padre y como tu abuelo y como el abuelo de tu abuelo. ¡Héroe de la Unión Soviética! Eres un esclavo; eres una mierda en medio de la mierda del mundo, pero yo voy a redimirte».
Consultó el reloj. Las siete y media. A esa hora el general Petroff andaría por su tercer vodka en el club de oficiales. Dando unas zancadas todo lo grandes que sus piernas torcidas y cortas le permitían, se dirigió a las duchas. Allí empapó en agua una toalla y se frotó vigorosamente el rostro y el cuerpo sudorosos. Yuri Petrovich Antonov regresó a su jeep y se embutió en el uniforme de general, de cuyo pecho pendían cuatro hileras de condecoraciones comenzando por las dos estrellas que lo acreditaban como Héroe de la Unión Soviética por partida doble.
Por el camino, el chófer notó que el general, ordinariamente serio y seco, estaba de excelente humor, parlanchín y ocurrente. Parecía otra persona. Cuando llegaron al 22 de la calle de Kujbyseva, sede del club de oficiales, Antonov le preguntó:
—¿Tienes novia?
—Sí, camarada general.
—¿Es bonita?
El cabo titubeó.
—A mí me lo parece, camarada general.
—Bien. En ese caso no me esperes —decidió el general—. Tómate el resto del día libre y llévala al cine.
El cabo no salía de su asombro. No era frecuente ver al general Antonov de tan buen humor.
—Pero camarada general, ¿cómo volverá a Krasna?
Krasna, la dacha del general, distaba diez kilómetros de Moscú, sobre el río Moscova.
—No te preocupes, nadie me espera —respondió Antonov subiendo la escalinata—. Esta noche dormiré en la residencia de oficiales.