La guía de Inturist en el Metropol proporcionó a Carmen toda la información disponible sobre Sverdlovsk, la ciudad más remota de la Unión Soviética, fundada por Pedro el Grande en 1721 con el nombre de Yekaterinburg, en honor de su esposa Catalina. Le advirtió que el viaje era penoso y quizá no compensara. Allí sólo había dos catedrales del siglo XVIII, Santa Catalina y la Epifanía, completamente ahogadas por los humos del medio centenar de fábricas que componían el Uralo-Kusnietskii Kombinat.
Si la señora lo desea, puede visitar hasta una docena de ciudades rusas mucho más cercanas que superan a Sverdlovsk en monumentos y belleza.
Ante la insistencia de Carmen, la guía acabó cediendo y le tramitó el permiso necesario para visitar la ciudad de los Urales.
Codevilla-Medina reunió la información que Carmen necesitaba antes de despedirse para Kíev. El conjunto penitenciario de Sverdlovsk constaba de siete campos de concentración: el primero y el segundo en Sverdlovsk; el tercero en Piervi Uralsk; el cuarto, en Revda; el quinto, en Diektiarka; el sexto, en Asbest; el séptimo, en Piervi Maika, donde está el hospital central también. El interno Rudolf von Balke estaba en Diektiarka, en la unidad de castigos, la Stravnaya sboda.
La primera parte del viaje la realizó con un grupo de sindicalistas europeos que Inturist llevaba a visitar el kombinatáe Cherepovietz, la ciudad del aluminio.
A partir de aquel punto, Carmen tuvo que arreglárselas sola. Fueron varios días de penoso viaje con largas detenciones en estaciones intermedias y sucesivos transbordos a trenes cada vez más deteriorados que los viajeros tomaban por asalto después de interminables esperas. A medida que se alejaban de Moscú la pobreza aumentaba, el paisaje se volvía más árido, la vida más triste, las estaciones más míseras. Mecida por el traqueteo del vagón, en perpetua duermevela, Carmen soñaba que se dirigía al fin del mundo, a la última ciudad del planeta, para reunirse con su amado, e imaginaba desenlaces alegres. Se acostumbró a cerrar los ojos, fingiéndose dormida, para ganar una intimidad imposible. Pero cuando los abría, tenía que afrontar fatalmente la cruda realidad. La gente que subía al tren era cada vez más pobre y menos aseada; las comidas de las cantinas ferroviarias, cada vez más nauseabundas; el té, más amargo; el guisote de pescado, más insípido; el pan, más negro y correoso. Tuvo que soportar las miradas lascivas y los comentarios groseros de zafios compañeros de vagón, y las ojeadas suspicaces de revisoras que avisaban a la policía ferroviaria para que examinara la documentación y el pasaporte de la extranjera en el que constaba su permiso para visitar a un prisionero en Diektiarka. La mención del campo de los traidores provocaba toda clase de recelos. Algunos funcionarios le devolvían displicentemente los papeles murmurando algún insulto, pero otros le dirigían palabras compasivas y se encogían de hombros como dando a entender que contaba con todas sus simpatías. A veces, cuando veían piquetes de prisioneros vestidos de gris en las carreteras o cultivando los campos, sus compañeros de vagón se los señalaban y le decían: «Boyenni plení!», es decir, prisioneros de guerra. Otros intentaban iniciar una conversación: «Skolka tibia listf», pero ella se excusaba con una sonrisa: «Izvinítye. Ya nye govoryú po-rússki». La segunda pregunta casi la adivinaba: «Otkúda ti?», a la que contestaba: «Ya ispánka». El interlocutor alzaba las manos y exclamaba: «Ah. España».