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Era hermosa Moscú. Desde la ventanilla, Carmen contemplaba el desfile de enormes edificios, anchas avenidas, frondosas arboledas, monumentos impresionantes, un mundo lujoso que los comunistas habían heredado de los zares y acrecentaban por amor a la Rodina, a la «madre patria». Sin embargo, Carmen se sentía como una partícula de aquella humanidad doliente, derrotada y harapienta que deambulaba entre el lujo oficial y los enormes retratos de los líderes, de la gente común que pasaba a su lado con la mirada fija en el suelo. Por todas partes encontraba buenas palabras, pero ninguna puerta se abría a la esperanza y ella era consciente de que ya no podría concebir la vida lejos del hombre al que amaba.

El argentino disertaba sobre la arquitectura de los nuevos ensanches, pero Carmen, aunque observaba mecánicamente los edificios que le iba señalando, estaba inmersa en otros pensamientos.

De pronto, una idea cegadora se abrió paso.

—¡Yuri!

Codevilla-Medina puso cara de extrañeza.

—¿Cómo dices?

—¡Yuri Antonov! ¿No lo recuerdas?

—¡Claro que lo recuerdo! Ahora es general.

—¡Él liberará a Rudolf!

El vehículo enfiló el Rjazanskij Prospect atravesando las casitas humildes del distrito de Karacarovo, dejó atrás las fábricas de baterías y componentes eléctricos Primero de Octubre y recorrió doce kilómetros de feo descampado urbano antes de adentrarse por una pista castrense bien asfaltada que conducía al aeródromo militar de Perov. Carmen admiró la explanada de cemento, que parecía perderse en el infinito, bordeada de enormes hangares frente a los cuales se alineaban hasta quinientos aparatos de caza. La base era como una ciudad de hombres y mujeres uniformados que iban y venían a sus quehaceres. Frente al edificio central había un amplio aparcamiento. El conductor estacionó su vehículo en el lugar reservado al general. Dos soldados, chico y chica, estaban besándose apasionadamente entre dos camiones. A Carmen le pareció un buen augurio. La guerra quedaba ya atrás y los vencedores disfrutaban de su victoria.

Penetraron en un espacioso vestíbulo decorado con enormes óleos y carteles alusivos a la victoria de los aviadores soviéticos. Ascendieron por una ancha escalinata en cuyo hueco colgaba, sostenida por dos cables de acero, la enorme cola abollada de un aparato alemán, con su esvástica.

La noche anterior, después de conversar telefónicamente con Yuri Antonov, Carmen había bajado a la sala de lectura del hotel para consultar el anuario de la Gran Guerra Patriótica, un grueso volumen donde figuraban, ordenados alfabéticamente, los héroes oficiales de la Unión Soviética. Allí estaba la fotografía de Yuri Antonov y una breve biografía que la agente de Inturist le tradujo: el general Yuri Petrovich Antonov era uno de los pilotos más destacados de la Unión Soviética; había destruido cincuenta y dos aparatos alemanes y había participado en casi tres mil misiones de guerra. Como premio a su valor le habían concedido dos veces el título de Héroe de la Unión Soviética, el 9-11-1943 y el 22-2-1945. Último ascenso: general de división, el 4-8-1945.

El soldado llamó vigorosamente a la maciza puerta de roble sobre la que figuraba un rótulo con el nombre del general.

Del interior se escuchó:

¡Da!

El soldado abrió la puerta y se apartó para que pasara Carmen.

Era una sala espaciosa presidida por un par de retratos de Lenin y Stalin y una bandera roja. La ventana, en la pared opuesta, era como un escaparate abierto a la pista de vuelos. Desde su mesa, el general podía contemplar las evoluciones de los cazas, los despegues y los aterrizajes.

Yuri, diez años más viejo, la cabeza prematuramente cana y algo más gordo, por los homenajes y banquetes oficiales de los últimos meses, salió de detrás de una amplia mesa de despacho y fue al encuentro de Carmen con una cálida sonrisa. Se abrazaron, Yuri depositó dos sonoros besos en las mejillas de Carmen y asiéndola por los hombros se apartó para contemplarla.

—¡Estás más guapa que nunca, Carmen!

—¡Y tú sigues siendo un zalamero!

Tomaron asiento en un voluminoso sofá de cuero y el general pulsó un timbre. Al instante se personó una ordenanza.

—Katia, sírvenos.

Frente al magnífico servicio de té, cincelado por un famoso platero de Hamburgo, Carmen y Yuri conversaron de los viejos tiempos como dos antiguos camaradas. Carmen apretó las manos de su amigo cuando supo que su esposa y sus dos hijas habían muerto durante la guerra.

—Después de todo, la guerra nos ha tratado bien —suspiró el general esbozando una mustia sonrisa—. Nos lo ha arrebatado todo, pero aún nos queda la preciosa vida.

—Nos ha dejado lo que más importa: la esperanza —añadió Carmen.

Una sombra de tristeza recorrió el rostro del general. Había recordado a Maika. No, a él la guerra le había arrebatado también la esperanza. De repente se quedó serio y dijo:

—Sé a qué has venido, y lo lamento, Carmencita. El uso del diminutivo apenas restó dureza al tono de las palabras.

—¿Sabes que quiero recuperar a aquel piloto alemán?

—Von Balke —asintió el general—. Sí, estoy enterado.

—Estoy enamorada de él y me arrepiento de haberlo traicionado. Se sacrificó por mí.

La mirada del general se había vuelto tan dura e intensa que Carmen, incapaz de sostenerla, tuvo que bajar la suya.

—«Estoy enamorada de él —murmure»—. Él es lo único que tengo y lo único que deseo en el mundo.

Yuri Antonov apuró su té, depositó la taza sobre la bandeja y se repantigó en el asiento. Extrajo una pitillera del bolsillo de la guerrera y encendió un cigarrillo americano. Con la primera bocanada emitió un prolongado suspiro.

—Al coronel Von Balke lo ha juzgado un tribunal militar soviético —informó en tono indiferente—. Lo han condenado a un largo período de trabajos forzados. Está recluido en el campo número cuatro de Sverdlovsk, al otro lado de los Urales. Es un campo especial para Isminiki Rodina. —Carmen hizo un gesto de perplejidad—. Para traidores a la patria —aclaró el general— y para extranjeros difíciles.

Carmen permaneció en silencio. El general estaba furioso, había cerrado los puños y le blanqueaban los nudillos. Odiaba al prusiano con un odio elemental y profundo, como si él solo hubiera sido el responsable de toda la guerra, no sólo de los veinte millones de muertos rusos, sino también de todas sus desgracias personales. Carmen lo intuía, pero pese a ello insistió en su súplica. Yuri era la única persona que podía ayudarla. Intentó serenarse y que esa serenidad se transmitiera a sus palabras.

—Sé que es casi imposible conseguir una revisión de la causa. Por eso he venido a verte.

Se le había quebrado la voz y la última frase se había mezclado con un sollozo. El general la contempló con asombro. Nunca la había visto llorar ni suplicar, y ahora la tenía allí, repentinamente deshecha en lágrimas, el rostro hundido entre las manos, con la espalda agitándose convulsivamente. Alargó la mano para posarla en el hombro de la mujer, pero antes de llegar a tocarlo la retrajo nuevamente y la dejó caer sobre el asiento. No iba a permitir que una flaqueza momentánea lo apartara de su propósito.

—Lo siento —repuso con voz firme—. Es un criminal de guerra y tiene que purgar sus delitos. Siento no poder hacer nada por él.

Carmen intentó serenarse.

—No te pido que lo hagas por él —replicó aceptando el pañuelo que Antonov le tendía. Se enjugó las lágrimas y añadió—: Te pido que lo hagas por mí, te lo pido en nombre de nuestra antigua amistad, en nombre de todo lo que compartimos en Lisboa y en nombre de mis propios sufrimientos que ya no pueden acrecentarse. ¡Ese hombre es todo lo que tengo en el mundo!

Yuri Antonov se levantó y cruzó el salón para detenerse ante el gran ventanal que daba a las pistas. Pensativo, con las piernas ligeramente separadas y las manos cogidas tras la espalda, contempló las evoluciones de los cazas encima del aeródromo.

—Ese hombre —expuso con voz calma— pertenece a una antigua especie, una especie que habría que exterminar de la faz de la Tierra, la especie que cree que el único aliciente de la vida es la guerra. Para la gente como él, la guerra es un juego sin el cual no podrían vivir. Se ponen al servicio de los privilegios de unos pocos, se inventan patrias, trazan fronteras, provocan conflictos, y su único fin es la guerra. ¡Ellos te han arrebatado tu vida y me han arrebatado la mía! Yo tenía una familia y la he perdido; yo tenía dos manos honradas para cultivar la tierra y ahora tengo dos garras manchadas de sangre. ¡Me han obligado a guerrear y a matar! ¡Los hombres como tu oficial prusiano son la escoria de la Tierra! Por lo que a mí respecta dejaré que se pudra donde está. Lamento no poder ayudarte.

Se volvió, descolgó el teléfono y accionó la primera celdilla del dial. El comandante secretario compareció al instante.

—La señora se marcha ya. Acompáñela y ponga un automóvil a su disposición.

No se volvió a despedirla. Permaneció junto a la ventana mirando los aviones que seguían despegando y aterrizando bajo un cielo plomizo y hostil. Iba a llover. Malo para los aviones, pero bueno para el huerto. Había que escardillar las patatas antes de que llegaran los fríos.