La Dirección General de Prisioneros e Internados, organismo dependiente del Ministerio del Interior, estaba instalada en un antiguo palacete zarista con vistas al parque Sokolniki. Hicieron el viaje en balde porque una vez allí un escribiente les aclaró que su asunto dependía de la Jefatura Superior de los Campos de Concentración (Glavnoie Uprablenia Lagerov, abreviado Gulag), instalada en el edificio Verna, en Ramenki, al otro lado de la ciudad.
Allí, un centinela del Cuerpo de Milicias, con tabardo azul, gorro de piel y fusil de larga bayoneta, examinó sus credenciales y llamó a un cabo del cuerpo de guardia, quien los acompañó a lo largo de un lóbrego pasillo hasta una espaciosa sala iluminada por un par de ventanucos altos y dos o tres mortecinas bombillas. El único adorno de la habitación era un retrato enorme de Stalin estornudando, igual a los que se veían en las estaciones.
Un comandante del cuerpo jurídico comenzó a examinar morosamente la documentación de los visitantes, pero su displicencia inicial desapareció en cuanto Codevilla-Medina mencionó el nombre del general Petroff.
—Pero hombre, haber comenzado por ahí.
Inmediatamente encomendó a un sargento archivero la búsqueda del expediente del prisionero Rudolf von Balke. Mientras el sargento regresaba con el mandado el comandante ofreció cigarrillos y té a sus visitantes. Codevilla-Medina aceptó el cigarrillo murmurando en español:
—Es una mierda de tabaco pero nos sacrificaremos por la hermandad de los pueblos y para que tú recuperes al novio. ¡Quién me iba a decir a mí, con lo que he sido, que me vería en éstas, ejerciendo de celestina, como quién dice!
Carmen contuvo la risa y le apretó afectuosamente la mano al argentino.
El informe del prisionero Von Balke no era favorable, como el comandante observó mientras lo hojeaba y Codevilla-Medina tradujo.
El prisionero se había negado a colaborar con los interrogadores. El comandante mostró como prueba la ficha con los datos personales del prisionero, escrita en ruso por un secretario del juzgado, porque el acusado había rehusado rellenarla y firmarla. En la parte inferior de la cartulina figuraban las huellas dactilares. Carmen sintió un cálido ahogo al percibir el primer testimonio directo de Rudolf después de tanto tiempo. También había dos fotografías, una de perfil y otra de frente, en las que sólo pudo identificar la nariz prominente, porque el funcionario pasó de página rápidamente. El prisionero se había negado a reconstruir su hoja de servicios, pero el sumario enumeraba exhaustivamente los considerables perjuicios que había infligido al Estado soviético durante su «actividad de bandidaje».
Codevilla-Medina prefirió suavizar la traducción.
—Y lo peor de todo —dijo el ruso golpeando con la uña del índice el siguiente papel— es que ha protagonizado intentos de sedición, resistiéndose a colaborar con la autoridad soviética.
En la última hoja figuraba la sentencia: condena de por vida a trabajos forzados.
—¿Cómo de por vida? —saltó el argentino resistiéndose a admitirlo.
—En realidad a veinticinco años, que es el máximo —aclaró el comandante—, pero eso se considera de por vida. Nadie sobrevive.
Codevilla tradujo y añadió:
—Lo siento.
Carmen permaneció con la mirada en el suelo, abatida. Las losas rezumaban humedad y formaban charquitos. Había un ligero olor a alcantarilla que solamente el tabaco contribuía a disimular.
Carmen exhaló un profundo suspiro. El mundo era demasiado sórdido. No podía admitirlo.
—¿Dónde está ahora?
El comandante consultó nuevamente los papeles. Pasó un par de hojas.
—Me temo que no lo sé. Hace un par de meses estaba en Susdal, pero deben de haberlo trasladado. Quizá les puedan informar en el Tribunal Jurídico.
Al día siguiente visitaron la oficina del Tribunal Jurídico en la Smolenskaya Ulitsa, frente al gran meandro del Moscova. Pasaron toda la mañana de despacho en despacho intentando averiguar cuáles eran las diligencias necesarias para una revisión del proceso contra Rudolf von Balke. El desorden burocrático era tal que los responsables ni siquiera conseguían ponerse de acuerdo sobre el paradero del prisionero en aquel momento. Un oficial condujo a los visitantes a través de un dédalo de corredores atestados de archivadores hasta el despacho de un juez del Cuerpo Jurídico Militar soviético. Nuevas consultas y parlamentos entre Codevilla y el juez dieron como fruto la siguiente declaración del argentino:
—La revisión de un proceso por bandidaje es jurídicamente imposible. Existe un fiscal jurídico militar de la Uprablenia, que sigue el curso de la instrucción de los sumarios. Están tan sobrecargados de trabajo que jamás revisan un caso.
Carmen asintió ausente.
—Spasiva, camarada comandante.
—Siento no haberles sido de más utilidad —se excusó el ruso.
Regresaron al hotel en silencio.
Codevilla había conseguido unas localidades para el Gran Teatro aquella noche.
—Es una ópera sobre la Revolución francesa. Creo que nos vendrá bien distraernos un poco. Mañana volveremos a la carga. Créeme: yo conozco a los rusos. Si uno insiste, acaban cediendo. Son algo elementales.
Fueron a la ópera, que además incluía lo que en España se llamaba variedades. Fiel a su vocación internacionalista, la Compañía Nacional Soviética llevaba en su repertorio un número español, una jota baturra interpretada con mucho sentimiento, aunque con un detestable acento ruso, por una bailaora vestida de faralaes.
A la salida, Codevilla-Medina acompañó a Carmen al hotel. Como hacía buen tiempo fueron a pie por la calle de Máximo Gorki cuyos lujosos escaparates, a falta de mercancías, albergaban las maquetas y planos de los magnos proyectos estatales.