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El pasaporte para Moscú fue más fácil de obtener de lo que Carmen esperaba. La expedición del Partido Comunista de España que regresaba del Congreso de Toulouse había recalado en Berlín, para asistir al homenaje más o menos espontáneo que la depauperada ciudad dedicaba al ejército soviético, y partiría para Moscú dos días más tarde. El camarada Codevilla-Medina y otro militante sevillano avalaron a Carmen como destacada militante del Partido Comunista de España y activista que había realizado notables y peligrosas misiones en la lucha antifascista, además de ser hija y hermana de dos mártires de la causa. Esto bastó para que mereciera todas las bendiciones del Ministerio de Exteriores soviético, así como una plaza de coche-cama en el tren que partía hacia Moscú.

Era un convoy mixto compuesto de tres lujosos vagones de primera y una ristra de cochambrosos vagones de tercera, cuyo número menguaba o crecía cada vez que el tren recalaba en una estación. Los vagones de lujo estaban reservados para los oficiales soviéticos y el personal diplomático, categoría que abarcaba a la delegación española; los de tercera iban abarrotados de ruidosos suboficiales, soldados rusos y taciturnos civiles alemanes o polacos con los papeles en regla. El viaje duró seis días, con innumerables paradas en apeaderos intermedios. A Carmen no se le hizo nada aburrido gracias a la constante compañía de Codevilla-Medina, que se había instituido en protector y mentor de su antigua amiga. Podría decirse que Codevilla-Medina había madurado, aunque tampoco mucho, después de su desengaño amoroso con la camarada Beauseroi. Al menos había renunciado a sus aspiraciones donjuanescas que tan molesto hacían su trato en otro tiempo. Por otra parte la guerra lo había envejecido, la dentadura se le desajustaba al hablar y se le notaba bastante la miopía, aunque por coquetería se resistiera a usar gafas. A pesar de todo, él procuraba acentuar su porte aristocrático y se perfumaba más que antaño.

Había mejorado el tiempo y un tibio sol de otoño lucía sobre las llanuras pantanosas de Polonia, aunque las noches seguían siendo heladas y desapacibles. Desde el tren, Carmen contemplaba dilatadas sementeras medio anegadas por las últimas lluvias, caminos estrechos y embarrados, un campo paupérrimo, casas de madera, míseras aldeas despiertas antes de que amaneciera, iglesias con picudos campanarios, muchas iglesias. A veces cruzaban enormes cementerios donde mujeres tocadas con pañuelos de colores se arrodillaban ante cruces de madera nueva. En las frecuentes paradas, en míseros apeaderos, grupos de campesinos andrajosos calzados con zuecos se agolpaban en el andén para ofrecer a los viajeros gruesos cigarrillos de un tabaco pestilente, té, tostadas, café, fruta… Carmen, detrás del cristal empañado de su compartimento de primera, instalada entre los sólidos vestigios de un lujo venido a menos, observaba el triste y mísero mundo nacido de la guerra.

Cruzaron los bosques de Müncheberg y atravesaron puentes provisionales tendidos sobre caudalosos ríos. En Negoreloye, antigua frontera ruso-polaca, todavía marcada por un impenetrable laberinto de alambradas, el tren pasó bajo una monumental estructura de madera, a manera de arco triunfal, en la que se leía en varios idiomas: «Proletarios de todos los países, unios». Los representantes de los proletarios españoles protestaron, unos porque no lo habían escrito en español, otros porque se habían olvidado del catalán, un grupito porque se perpetraba una injuria intolerable contra la lengua vascuence y algunos más porque les parecía que los camaradas soviéticos discriminaban al gallego y al bable.

Tres días más tarde, el tren había recorrido cientos de kilómetros por las provincias septentrionales de Rusia. A las incómodas noches, en las que los aullidos de la locomotora al entrar en ignotos apeaderos desvelaban a Carmen, sucedían destempladas mañanas sobre campos yertos, con la hierba agostada por las heladas. Carmen miraba pasar las poblaciones arrasadas por la guerra, los yermos y barrizales en los que de tarde en tarde se veían algunos árboles raquíticos; los caseríos terrosos disueltos en su propia indigencia; miraba los caminos enfangados, las chozas miserables, los estériles campos labrados por sombríos y parsimoniosos campesinos. A veces el helado cierzo se colaba por las rendijas del vagón y se instalaba en los huesos de los viajeros, y ni siquiera la calefacción lograba ahuyentarlo.

Después del tercer día, el sol lució a ratos alumbrando tupidos bosques y llanuras pantanosas en las que se veían vacas y pastores arrebujados en mantas de piel, pueblos con casas de madera, y en las afueras chozas construidas en medio del barrizal, manadas de gansos conducidos por niños, extensos cementerios, latifundios de muertos dejados por la Gran Guerra Patriótica.

En los alrededores de Moscú el paisaje cambió paulatinamente hasta hacerse urbano: pueblos de nueva colonización, feos desmontes, extensos vertederos donde camiones y camionetas manejados por prisioneros apilaban los escombros de la guerra, pequeñas ciudades residenciales para obreros en torno a fábricas grises, carreteras, nuevos desmontes, nuevas escombreras, nuevas fábricas, algunas de ellas traídas desde los Urales al terminar la guerra.

El tren rindió viaje en el laberinto de líneas férreas de la estación Kievskij. La oficina turística soviética había previsto que Carmen se albergara en la Planiernaya, una residencia oficial que servía de alojamiento para simpatizantes comunistas llegados de Europa. No obstante Codevilla-Medina hizo un par de llamadas telefónicas desde la estación y consiguió que el Secretariado de Turismo la alojara en el hotel Metropol, uno de los más lujosos de la ciudad. Codevilla la acompañó hasta el hotel.

Al pasar por la plaza Roja le señaló el Kremlin.

—¿Ves aquellos faroles en forma de estrella soviética? —Señalaba los que rematan las cúpulas en forma de cebolla—. Pues la hoz y el martillo que lucen están engastados con veintidós mil piedras preciosas. Son las joyas del pueblo soviético.

El hotel Metropol databa de antes de la guerra, cuando el lujo todavía tenía sentido en Europa. Disponía de un amplio vestíbulo de mármol con una fuente en el centro. Las gruesas alfombras, los espejos, los muebles de época, las arañas de cristal veneciano iluminadas contribuían a crear la ilusión de un ambiente selecto. El impecable personal de servicio se detenía y hacía una reverencia al cruzarse con los clientes.

Codevilla-Medina acompañó a Carmen hasta la puerta de la habitación y se despidió galantemente besándole la mano.

—Mañana te acompañaré a la Dirección General de Prisioneros e Internados. Esta tarde —hizo un guiño picaro— no tengo más remedio que comparecer ante Annina. Se trata de una novia rusa, una mujer tremendamente celosa, por eso no podré presentártela.

Carmen le besó la rasurada mejilla al despedirse.

En realidad Codevilla prefería que Carmen no conociera a Annina porque la rusa era talluda y poco agraciada. La fotografía que enseñaba a veces databa de los años veinte, además de que estaba muy retocada de nariz y mandíbula.

La habitación de Carmen era amplia y estaba ricamente amueblada, con una cama enorme con colchón y almohada de plumas. Carmen se concedió la recompensa de un baño largo y placentero, y bajó a cenar ataviada con su mejor conjunto, en consonancia con la categoría del hotel. Más tarde, desnuda en el centro de la inmensa cama, con los brazos en cruz, sintiendo sobre su piel el fino tacto de las perfumadas sábanas mientras contemplaba los elaborados adornos del techo, recordó sus largas tardes de amor y silencios con Rudolf en la torre de El Espinar. ¿Revivirían alguna vez aquella dulce locura, lejos de la desolación de la guerra? Pensando en él se persuadió de que todo comenzaba a mejorar, y con esa piadosa conformidad se quedó dormida.