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La Evangelische Hifswerk für Kriegsgefangener uns Internieren, institución alemana de ayuda a los prisioneros de guerra, tenía sus archivos en un chalecito de la Beuselstrasse, no lejos del canal de Spandau. El cartel ocupaba media ventana del salón. Lo habían rotulado en letra cursiva internacional; no en la picuda gótica alemana tan usada por el régimen anterior.

Carmen cruzó el jardincito sembrado de patatas y zanahorias y pulsó el timbre. Le abrió la sonrisa dental y cadavérica de una muchacha extremadamente delgada de pelo lacio, una monja protestante. Carmen le entregó la carta de presentación de Franz Müller.

El reverendo Otto Lippert estuvo de misionero en Colombia durante nueve años y chapurreaba una especie de aproximación fonética del español, mezclado con voces indígenas. Recibió a Carmen en un enorme despacho, tan abarrotado de archivadores que apenas quedaba espacio para una mesita, un sillón destartalado y una silla en la que el pastor le ofreció asiento a su visitante. La escuchó amablemente, tomó nota de un par de nombres y durante un buen rato estuvo consultando cajas, carpetas y fichas. No encontró nada.

—Lo siento, señora. No tenemos noticias del coronel Von Balke. Al menos no por ahora.

El reverendo Lippert se acomodó en su sillón, al otro lado de la mesa, bajo el enorme crucifijo que pendía de la pared desconchada, y meditó un momento, las manos unidas como en oración, los índices pellizcando levemente el labio superior.

—Señora —dijo, al fin—, no resulta nada fácil encontrar a un piloto en Rusia. Los soviéticos han burlado las disposiciones de la Convención de Ginebra y han reclasificado a los prisioneros de guerra como delincuentes comunes. Consideran las acciones de guerra como un grave atentado contra propiedades soviéticas. Los pilotos llevan la peor parte: son los que más propiedades del Estado soviético han destruido. Conocemos algunos casos particulares de pilotos condenados a penas que oscilan entre veinticinco y cincuenta años de prisión y trabajos forzados. —Se quedó meditando un momento y prosiguió—: Si le soy sincero, creo que le será más fácil hacer las indagaciones en Moscú.

Una de las cartas de presentación de Ambrosio, el militante comunista que Carmen conoció en Toulouse, iba dirigida a Miguel Martínez, comandante del ejército soviético adscrito al III Cuerpo de Recuperación, cuya sede estaba en el número 345 de la Friedenstrasse, en Berlín. Carmen telefoneó desde el hotel y él envió un coche a recogerla.

El comandante era un levantino vivaz y enjuto, antiguo marino de la República. En su despacho con vistas al devastado parque Friedischhain, Miguel Martínez extremó su galantería con la compatriota, aunque no pudo disimular su desencanto cuando supo que aquella bellísima mujer estaba moviendo Roma con Santiago para encontrar a un piloto alemán. No obstante se mostró dispuesto a colaborar con ella, aunque estuviese equivocada. «¡Un alemán, con la de españoles apuestos que hay por el mundo!», lo oyó murmurar mientras recogía la gorra del perchero y se disponía a salir.

El archivo militar estaba en el antiguo edificio de correos de Bouchestrasse, en el barrio de Treptow. Miguel Martínez consiguió el permiso necesario para consultar el expediente del prisionero Von Balke y acompañó a Carmen en sus pesquisas. Después de rellenar sendas fichas de visitante, los introdujeron en una pequeña sala de consulta separada por un mostrador de lo que parecía un almacén de papel. En enormes estanterías de hasta tres alturas, con angostos pasillos intermedios, se apilaban los archivos del Reich intervenidos por los soviéticos. La parte referente a los oficiales ya estaba ordenada. No fue difícil dar con el expediente del barón Von Balke. Martínez se fue directamente a los documentos finales. En la última hoja estaba lo que buscaban: una orden de traslado del prisionero desde el centro de interrogatorios de Schóneberg a la prisión No vordki, en Moscú. La estampilla era del 12 de mayo.

—Si de veras crees que vale la pena, debes proseguir la búsqueda en Rusia —sugirió Martínez cerrando la carpeta.

Carmen asintió.

Al despedirse le estrechó la mano entre las suyas y le dijo:

—¡Eres valiente, española!