No existía ya hospital de campaña en Peefingen, pero Antonov averiguó que lo habían evacuado la víspera hacia el lago Lótzen.
Las riberas del lago eran un caos. Entre coches abandonados y carros inservibles merodeaban pobres gentes en busca de algo que llevarse a la boca. Los soviéticos pasaban sin prestarles atención. Ya no quedaba nada que robar y las mujeres jóvenes habían muerto o se las habían llevado los soldados. Los pálidos espectros que vagaban entre la devastación no valían las balas que se gastaría en eliminarlos. Antonov se internó dos o tres kilómetros entre el desastre, bordeando el lago. De vez en cuando ordenaba detener el vehículo y descendía para examinar un cadáver, para mirar en el interior de una tienda-hospital o en una ambulancia abandonada.
Por fin la encontró.
Yacía en un seto de juncos, con el cabello desordenado, la falda desgarrada y el brazalete de enfermera manchado de barro. Estaba de espaldas, pero supo inmediatamente que era ella. Se inclinó y le dio la vuelta con sumo cuidado, como si temiera despertarla. Era Maika, diez años después, bella en la muerte, quien lo contemplaba con la mirada vidriosa de sus ojos entrecerrados. Tenía los labios reventados y cárdenos, y algunas manchas de barro en la cara. El coronel sacó su pañuelo, lo humedeció con saliva y limpió el rostro de la muerta. Después le arregló el cabello.
Sus hombres, alrededor, guardaban respetuoso silencio. Cuando adecentó el cadáver, Yuri Antonov lo tomó en brazos y lo llevó al coche. Sepultó a Maika en el parque de Starken, en una fosa que él mismo ayudó a cavar. Antes de envolverla en la colcha que le serviría de ataúd y mortaja, la besó en la frente y en los labios.
Mientras sus hombres arrojaban paletadas de tierra, Antonov se apartó a orinar entre los tilos. Nadie vio llorar al coronel Yuri Petrovich Antonov, halcón de Stalin, dos veces Héroe de la Unión Soviética.
La nota decía:
Querido amigo Kolb:
Soy Carmen. ¿Me recuerda? Yo lo recuerdo a usted con mucho cariño de los días de El Espinar, que a pesar de todo fueron felices. He venido a Berlín para buscar a Rudolf von Balke. ¿Podría ayudarme? De todos modos me encantaría saludarlo y hablar con usted. Espero que todo lo malo esté olvidado y que sigamos manteniendo un amistoso recuerdo.
CARMEN
La mano nerviosa de Herr Müller había traducido el texto con escritura gótica y picuda en el mismo folio de papel barato.
Hans Kolb sacó la nota del bolsillo y la releyó mientras aguardaba a Carmen en el vestíbulo del hotel. Había recibido el mensaje a las siete, al acabar la jornada, y sólo había tardado media hora en ducharse y ponerse un traje decente.
Cuando vio salir a Carmen del ascensor, el antiguo sargento se adelantó a saludarla con la mano extendida. Cojeaba ostensiblemente. Carmen ignoró la mano y lo abrazó, estampándole dos besos en las mejillas. Se apartó para contemplarlo y lo abrazó nuevamente con lágrimas de alegría. Tampoco el curtido sargento pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
—Busquemos un lugar tranquilo donde podamos hablar —propuso Carmen.
Se dirigieron al fondo del salón. Kolb notó que su acompañante acomodaba la marcha a su paso cojitranco.
—Ya ves que no he salido entero de esta guerra —se justificó como avergonzado—. Perdí la pierna hace un año, volando con Von Balke. —Sonrió al notar la contracción alarmada del brazo de Carmen y añadió—: Pero el coronel salió indemne. A mí me pusieron una pierna de madera. Ahora me están haciendo una mejor y creo que cuando me acomode a ella casi no se notará que cojeo.
Se sentaron en un sofá. Un pianista anciano interpretaba ensimismadamente a Debussy mientras media docena de clientes, casi todos extranjeros, charlaban o dormitaban en los sillones. Kolb observó que allí dentro nadie obedecía las normas contra la confraternización con alemanes. «Los pudientes no tienen nacionalidad —pensó—, todos pertenecen a la misma nación».
Había mucha pesadumbre en los ojos de Kolb, pero estaba más delgado y eso lo rejuvenecía. El pelo se le había vuelto gris. Como tantos antiguos soldados alemanes, se lo había dejado crecer más largo de lo usual después de tantos años de rapados cuarteleros.
—Te encuentro muy bien —dijo Carmen.
—Estoy todo lo bien que podemos estar después de lo que se nos ha venido encima.
—Saldréis adelante.
—No va a ser tan fácil —suspiró Kolb, pensativo—. La victoria une, todos pertenecen a la victoria; la derrota, por el contrario, dispersa, nos vuelve irreconocibles, nos encierra en nuestros cuerpos como en cárceles, nos seca.
Carmen asintió.
—He venido a buscar a Rudolf.
—¿Después de todo lo que ocurrió en España?
No había acritud en las palabras del sargento.
—Porque lo amo —confesó Carmen desviando la mirada—. Simplemente porque quiero estar con él y quiero que sepa que siempre lo he esperado en el fondo de mi corazón, aunque lo creyera muerto, porque pienso que tenemos que hablar algunas cosas que no nos dijimos después de aquella despedida tan… —titubeó buscando la palabra— tan inesperada.
—Creo que sigue vivo —informó Kolb. Miró el salón a su alrededor como si abarcara el mundo y añadió—: La muerte rechazaba al coronel Von Balke.
—¿Por qué dices eso?
—Es difícil explicarlo. Es sólo una sospecha irracional, pero también una conclusión basada en la estadística. Casi todos los pilotos mueren en sus primeras cinco misiones de guerra, cuando son demasiado inexpertos. Los que sobreviven pasan al segundo grupo, al de aquellos que en los primeros treinta vuelos sufren un cincuenta por ciento de bajas. Después de cien vuelos, según este cálculo de probabilidades, el piloto de Stukas debe de estar sobradamente muerto y enterrado. Si no lo está, es porque ha escapado de la norma y tiene ciertas posibilidades de llegar a ciento veinticinco misiones: aquí perecen el sesenta por ciento de los supervivientes excepcionales, pero todavía queda un veinte por ciento que consigue alcanzar las ciento cincuenta misiones de guerra. El porcentaje se reduce a cinco en las ciento setenta y cinco misiones y a cero en las doscientas. Sin embargo hubo cuatro pilotos de Stukas que burlaron ese porcentaje cero, Von Balke entre ellos, quizá por una extraña determinación de seguir luchando. O quizá simplemente por suerte: la verdad es que nos derribaron trece veces, pero siempre conseguimos salir indemnes. O casi. —Miró su pierna y sacudió la cabeza—. Cuando perdí la pierna ni siquiera nos habían derribado. El sargento quedó pensativo.
—Von Balke está hecho de una pasta especial —continuó—. Es como esos antiguos caballeros de los que desciende. Ama la guerra, la amaba entonces al menos, y quería volver una y otra vez a ella como si una extraña fiebre lo impulsara a zambullirse en aquel infierno. Era, al propio tiempo, un hombre sin alegría porque desde el principio supo que nos iban a derrotar. Alemania pierde siempre.
—¿Por qué continuaba, entonces?
—¿Por qué continuaba Alemania? Es una perversa desviación de nuestro carácter. Fausto triunfa porque le vende el alma al diablo y de este modo se asegura la derrota. Von Balke sabía que la guerra estaba perdida, pero él tenía que demostrar al mundo que el Stuka era la máquina revolucionaria de la guerra moderna. Él llegaba con el corazón a donde el avión, ya superado, no podía llegar. Algunas veces picaba sin accionar el dispositivo de frenos, a tumba abierta, para alcanzar mayor velocidad. Mira mi pierna. —Levantó disimuladamente el pantalón y mostró la pierna sana, más blanca, surcada de varices oscuras—. Esto es de los cambios bruscos de presión sanguínea después de haber picado durante cinco años. La guerra ha sido muy larga para nosotros.
—¿Cómo os separasteis?
—Un mes antes del final de la guerra, bombardeando sobre el Oder, una ráfaga de antiaéreo casi partió nuestro avión. Una de las balas me alcanzó en la pierna. Cuando aterrizamos había perdido el conocimiento y desperté en un tren-hospital camino de Silesia. Dos días después recibí una llamada telefónica del coronel. Estaba bien y quería que regresara lo antes posible. Pero las cosas se precipitaron. Al día siguiente me trasladaron al nuevo hospital de la Waffen SS en Selow y no volví a saber de él. Estaba todavía convaleciente cuando finalizó la guerra. Los americanos me internaron en un campo de prisioneros cercano a Dresde. Luego me trasladaron a otro en la frontera bávara, donde agrupaban a los pilotos y auxiliares con mucha experiencia. Me interrogaron a conciencia oficiales ingleses, americanos y rusos. Casi todas las preguntas versaban sobre el coronel. Luego me soltaron.
—¿No volvió a saber de Rudolf?
—No, señorita. Ya no volví a saber de él. Pero sé que donde quiera que esté pensará en usted.
Ella lo miró a los ojos.
—¿No me guardaba rencor por… todo?
Sonrió el sargento Kolb con su cara redonda de industrial próspero en ciernes.
—No, no creo que le guarde rencor. Una vez, en Rusia, entré en su cuarto para darle un recado. No estaba y me acerqué a la ventana por si lo veía afuera. Por casualidad mi aliento empañó el cristal e hizo aparecer una palabra que Von Balke había escrito distraídamente con la punta del dedo.
—¿Qué palabra?
—Había escrito señorita.