Habían sorprendido a uno de los criados de la casa, un desertor del ejército popular que merodeaba por los alrededores del castillo buscando comida. Yuri Antonov le mostró una fotografía reciente de Maika.
—Estoy buscando a esta mujer —le dijo—. ¿La conoces?
El hombre asintió aterrado.
—Es Fräulein Maika von Balke.
—¿Dónde está?
—Es enfermera. Hace dos días estuvo aquí. La habían trasladado al hospital de campaña de Peefingen.
Antonov consultó su mapa. Peefingen distaba pocos kilómetros de allí.
—¡Reúna a sus hombres, sargento! —ordenó—. Proseguimos el viaje hasta Peefingen.
Una valla formada por viejos somieres y trozos de alambre de espino, rescatados del frente de batalla, acotaba un amplio espacio en cuyo centro varios vagones de ferrocarril servían de oficina y de vivienda a los propietarios herrumbrosos de la sociedad Aceros y Desguaces del Rin. La puerta de entrada, fabricada con varias barras mal soldadas, en forma de parrilla, permanecía abierta. El automóvil penetró en la ancha avenida central que discurría entre pequeños montones de chatarra clasificados y otros más grandes sin clasificar.
Un obrero martilleaba un enorme motor de autoblindado tratando de extraer el cobre de las bobinas.
—Querríamos ver a Herr Kolb.
Dejó de golpear y lanzó una mirada suspicaz a los visitantes. Le pareció que la mujer era extranjera, quizá una de esas judías americanas podridas de dólares que ahora merodean por Alemania buscando a sus parientes pobres, de los que jamás se hubieran acordado si no estuvieran ya muertos y convertidos en jabón.
—¿Quién pregunta por él?
—Esta señora es amiga suya —informó Müller—. Viene de España. Intenta localizar al piloto de Stukas con el que Herr Kolb sirvió.
El hombre asintió.
—Herr Kolb no está. Salió esta mañana a comprar chatarra.
—¿Sabe cuándo regresará?
—No lo sé. Tiene que ir a cuatro o cinco sitios y luego se quería pasar por la oficina de permisos industriales, en el sector francés.
Müller hizo un gesto de desaliento y tradujo.
—¿Le podemos dejar una nota? —sugirió Carmen.