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El sargento Hans Kolb había creado, con otros dos socios, una empresa de recuperación de chatarra, la actividad económica más próspera en la Alemania de posguerra. La empresa tenía sus instalaciones en las afueras de Weissensee, un sector de Berlín que Franz Müller conocía bien.

Salieron de la Prenzlauer Allee por Jacobsohnstrasse y dejaron atrás el cementerio de St. Georgen con sus panteones rematados en tejaditos góticos. A Carmen le llamaron la atención unas techumbres casi intactas que yacían esparcidas por el parque colindante.

—Es que las bombas incendiarias, cuando se lanzan en bombardeo intensivo, producen un huracán artificial que arranca literalmente los techos por efecto de la presión —explicó Herr Müller—. Yo he visto lanzar hacia las nubes vagones enteros de tren, con la carga… Esa tormenta de fuego genera temperaturas de fundición, derrite los cristales y volatiliza literalmente cualquier materia orgánica: personas, animales, árboles… Hay miles de desaparecidos que jamás se encontrarán.

Hicieron el resto del viaje en silencio. Carmen mirando por la ventanilla y fingiendo que contemplaba el desolador paisaje urbano. En realidad intentaba escapar del horror rememorando algunos momentos felices pasados en El Espinar cuando al caer la noche sacaban hamacas y tomaban el fresco bajo las estrellas aspirando el aire serrano perfumado por la dama de noche. A veces les divertía el sargento Kolb, que había desarrollado una personal versión de flamenco bávaro.

Mi jaca, galopa y corta el viento

cuando pasa por El Puerto

caminito de Jerez.

Iba al encuentro del sargento Kolb y sabía que aquel hombre expansivo y cordial la acercaría a Rudolf o quizá le revelaría alguna amarga verdad que se estaba esforzando en rechazar desde que llegó a Alemania. Codevilla-Medina le había advertido en Toulouse que muchos pilotos habían muerto.

—¿Sabes, al menos, si sobrevivió a la guerra?

No, no lo sabía.