Un tanque había derribado la verja de la entrada junto con dos o tres abetos del sendero, pero el castillo de Starken parecía intacto en la distancia. Un minuto después el vehículo ocupado por el coronel Antonov y su escolta se detuvo junto al enorme edificio. Los saqueadores habían dejado en el patio un cúmulo de muebles rotos, enseres desportillados, libros y papeles. Las hojas de la puerta de la entrada principal yacían sobre la escalinata. El viento golpeaba las ventanas abiertas produciendo un sonido lúgubre.
El coronel Antonov se apeó del vehículo y penetró en el edificio. El cadáver de un anciano de librea parecía guardar todavía la entrada. Desde el techo las palabras de Federico Guillermo I, «Todos los habitantes del país han nacido para las armas», seguían emitiendo su complejo mensaje.
El coronel Antonov cruzó el vestíbulo y penetró en el salón. En el interior del castillo el desorden era aún mayor. Atravesó las estancias vacías y desamuebladas con los suelos alfombrados de papeles dispersos, tiestos y vidrios rotos. En algunos puntos los saqueadores habían levantado la tablazón de los pisos en busca de escondrijos.
En el segundo descansillo encontraron otros dos cadáveres, el de una anciana y el de una criada vestida de uniforme y cofia. Les habían disparado a quemarropa.
Yuri Antonov recorrió toda la casa mientras sus hombres la registraban por si había algún superviviente. «Estoy buscando a una mujer joven —les había advertido—. Y mataré con mis propias manos al que la toque».
En un dormitorio del piso superior encontró un montón de fotografías esparcidas por el suelo, entre el plumón de las almohadas y el relleno del colchón abierto a bayonetazos.
Yuri Antonov recogió unas cuantas fotografías y las miró junto a la ventana emplomada. En algunas aparecía Rudolf uniformado; en otras posaba junto al Stuka con el mono de vuelo. Todos los momentos importantes de la vida de su antiguo amigo aparecían allí reflejados: cuando recibió la Cruz de Hierro, cuando le dieron las Espadas, cuando le otorgaron los Diamantes.
Se detuvo ante el testimonio gráfico de una audiencia con el Führer, el barón Rudolf von Balke en todo su esplendor, el cogote liso pelado al cero, la mandíbula marcialmente apretada, el pecho abombado, un militar prusiano descendiente de antiguos héroes, héroe él mismo, saludando con un taconazo a la distancia reglamentaria, ni un milímetro menos, estrechando con mecánica efusividad la mano de aquel demonio al que contemplaba con mirada admirativa.
En otra foto Von Balke sonreía desde la carlinga abierta de su avión, con una botella de champán en la mano y una corona de laurel alrededor del cuello, con unas orlas en las que se leían las cifras «500»: quinientas misiones de guerra, y «136»: ciento treinta y seis carros soviéticos destruidos.
Yuri Antonov regresó al montón de fotografías y hurgó más abajo. Allí estaba Maika. Maika adolescente, montada en una bicicleta, con el pelo suelto, sonriente; Maika con uniforme de auxiliar de la Luftwaffe; Maika más envejecida, ligeramente más delgada, con uniforme de enfermera. Cada foto estaba fechada en el reverso: 1945. «Ésta es muy reciente —pensó—. Es enfermera». Siguió buscando y halló fotos más antiguas: Maika estudiante, con los muros góticos y las hiedras de Oxford al fondo; Maika en el parque de Leningrado: la fotografía que él le había tomado el día que se enamoraron. Le dio la vuelta. Pegada en el reverso había una florecilla. Yuri Antonov la reconoció: era la misma que él cortó para ella en los jardines de Navereznaja cuando se despidieron.
El coronel se incorporó mirando su pequeño tesoro y sintió que un cálido licor le anegaba el pecho.
—Maika, mi amor, ¿dónde estás? —murmuró.
En aquel momento llegó un soldado.
—Camarada coronel: hemos encontrado a un hombre merodeando por el bosque.