El hotel Tiergarten solía ser un establecimiento famoso antes de la contienda. Durante un lustro se había salvado milagrosamente de las bombas, pero al llegar la paz los ocupantes lo habían saqueado a conciencia y lo habían despojado no sólo de su escalinata de mármol sino incluso de los sanitarios de las habitaciones. Una cooperativa de antiguos empleados lo había reacondicionado con muebles y sanitarios rescatados de otras ruinas.
—Dejaré que se instale y vendré a recogerla mañana por la mañana —propuso Herr Müller—. A las nueve, si le parece bien.
Carmen, desde su habitación del cuarto piso sin ascensor, contempló la arboleda de Tiergarten, cruzada de grises avenidas por las que apenas circulaban vehículos. Un cielo plomizo agrisaba aún más la ciudad quemada. Se retiró temprano a dormir. Estaba mortalmente cansada y deseaba que amaneciera lo antes posible.
Como a tantas mujeres alemanas, la guerra le había exigido a Maika un considerable esfuerzo. Con todos los hombres disponibles en el frente, las mujeres habían tenido que hacerse cargo de los servicios en la retaguardia e incluso habían mantenido en marcha la industria de la guerra. Aquella situación excepcional, que duraba ya cinco años, había convertido a Maika primero en secretaria mecanógrafa del Ministerio del Aire, después en conductora del Cuerpo Auxiliar de la Defensa Antiaérea y, finalmente, en enfermera. Eso era cuando regresó a Prusia, para estar cerca de tía Ursula, afligida por problemas de salud. Rudolf, en uno de sus cada vez más escasos permisos, había desaprobado su decisión de hacerse enfermera: «Es preferible que te alistes en el Servicio de Trabajo. De este modo estarás más libre para venir de vez en cuando a Starken y no tendrás que bregar con personas repugnantes, tú que tan delicada eres de estómago».
Las muchachas del Servicio de Trabajo cuidaban enfermos en las casas o ayudaban a personas impedidas. También educaban a niños cuyos padres servían en el ejército.
Naturalmente, Maika insistió en hacerse enfermera, especialmente cuando comprobó que su hermano se oponía.
—Yo también quiero hacer cosas heroicas por Alemania —le contestó burlonamente.
Para entonces él había recibido las más altas condecoraciones y el Führer en persona lo había recibido tres veces. Se había convertido en un héroe nacional que aparecía en las revistas y en los noticiarios cinematográficos.
A Maika le dieron a escoger entre ser enfermera de la Cruz Roja, de las hermanas Brown, de las hermanas Frei o de las Samaritanas. Se había decidido por estas últimas porque le parecían las más esforzadas. Y realmente lo eran: con apenas dos semanas de entrenamiento en un hospital de sangre, Maika comenzó a trabajar entre catorce y dieciséis horas diarias, atendiendo a los heridos hasta caer extenuada. Las Samaritanas se iniciaban en un hospital convencional y cuando estaban más endurecidas las transferían a las unidades de quemados y a las de amputados. En ocho meses de trabajo Maika había presenciado muchos horrores. Cada movimiento del frente, cada ataque ruso o alemán, cada bombardeo angloamericano o soviético, provocaba un reflujo de nuevos heridos, que las ambulancias no daban abasto a traer, y de muertos, que las funerarias no daban abasto a retirar. El hospital quedaba desbordado: había que habilitar pasillos, descansillos de escaleras, salas de ocio, y hasta los vestíbulos de las cocinas.
Goethe escribió que la inminencia de la muerte nos aproxima a la vida. A veces nacía el amor entre una enfermera y un herido, uniones por lo general efímeras, aunque algunas de ellas acabaran en boda. Todo se hacía más a la ligera en tiempo de guerra, los sentimientos profundizaban en cuestión de horas, la entrega era cosa de días o en cualquier caso sucedía tan pronto como el herido pudiera valerse. Algunas enfermeras se ofrecían sucesivamente a distintos hombres. No por frivolidad, sino por una especie de abnegación, especialmente cuando se trataba de mutilados o de quemados, hombres jóvenes que, de pronto, se veían privados de su atractivo, algunos desfigurados por horribles heridas o por extensas quemaduras. Los enamorados, a veces, gastaban sus parvos ahorros en obsequiar a la chica con alguna prenda de seda o las nuevas medias de nylon. Maika fue novia provisional de media docena de aquellos muchachos. Anteriormente había mantenido relaciones con otros tres hombres, pero todos habían muerto en el frente. Después había decidido no comprometerse con nadie, blindar su corazón al amor, dejarlo sólo para la piedad. Por otra parte el amor… nunca había conseguido olvidar del todo a Yuri. A menudo se había preguntado qué había sido de él. En la guerra habían perecido centenares de miles de rusos. ¿Había muerto Yuri? ¿Vivía? ¿La recordaba todavía?
En la última semana de enero de 1945, cuando el frente alemán se desplomó y los soviéticos avanzaron hacia el Báltico con la intención de aislar toda la región, Maika obtuvo permiso para recoger a su tía y trasladarla a Berlín. Un automóvil del ejército cedido por el coronel médico la trasladó a Starken en medio de un furioso aguacero.
Habían transcurrido dos meses desde la última estancia de Maika en el castillo. Se quedó dormida en el asiento trasero y cuando despertó faltaban pocos kilómetros para llegar. Contempló el campo, los ribazos donde en primavera florecían las campanillas blancas y los claveles, los cerros donde antes reverdecían los arbustos y el sol caldeaba la hierba mullida y fresca, eran ahora una acumulación de barro, hierro retorcido y muerte. Vio casas reducidas a escombros, carreteras reventadas por el paso de los tanques, coches quemados o abandonados a uno y otro lado en las cunetas.
A casi todos los criados de Starken los habían movilizado durante la guerra, de manera que el castillo estaba bastante descuidado. Ahora ante la amenaza de la artillería y de los cazas soviéticos se habían adoptado medidas especiales y el edificio ofrecía un aspecto deprimente: los muebles amontonados en unas cuantas salas y cubiertos de lienzos blancos; los bustos, las banderas y los recuerdos familiares evacuados al pabellón de caza, en el bosque. Incluso se habían enterrado las piezas más valiosas para librarlas de eventuales saqueadores.
Sólo quedaban una criada y el viejo mayordomo, que no estaban dispuestos a abandonar Starken si el ama no los acompañaba. Toda la región había sido ya evacuada. Maika intentó persuadir a su anciana tía.
—Tía, los rusos llegarán de un momento a otro: están a menos de treinta kilómetros y no hay tropas para detenerlos. Tenemos que irnos, tía. Recuerda lo que pasó en Nemmersdorf y Goldap el otoño pasado.
Nemmersdorf y Goldap eran dos aldeas que cayeron en manos soviéticas durante unas horas en noviembre de 1944. Cuando los alemanes las reconquistaron encontraron a toda la población civil asesinada: mujeres y muchachas ultrajadas, hombres y ancianos torturados, algunos clavados en las puertas de sus granjas…
—¡De Nemmersdorf no me acuerdo! —replicó tía Ursula zafándose violentamente de los brazos de su sobrina—. De lo que me acuerdo es de que en 1241 los habitantes de Silesia levantados en armas salvaron a Alemania de los mongoles, derrotando a sus hordas en el Wahlstatt. También me acuerdo, mejor aún, porque tenía cuarenta años cuando ocurrió, de que en 1914 los ejércitos rusos invadieron el sagrado suelo de Prusia y sin embargo los derrotamos. Les tomamos cien mil prisioneros y el general que los mandaba se pegó un tiro. ¡De eso es de lo que me acuerdo! Y me acuerdo de que nuestra familia ha vivido aquí —golpeó el parquet con la contera del bastón— durante ochocientos años, y también en los tiempos de Federico el Grande tuvimos que pasar penurias y peligros, pero nunca hemos desamparado el castillo. ¡Pase lo que pase permaneceré entre estos muros y nadie me arrancará de ellos! Por una vez confío en Hitler. Anoche aseguró por la radio que ningún soldado alemán cederá un palmo de tierra patria.
—¡Por favor, tía, Hitler nos ha estado engañando desde el comienzo de la guerra! Recuerda cómo despreciaba a los rusos, recuerda cuando los llamaba batallones de despojos y divisiones de basura. ¡Ahora están a nuestras puertas y nada consigue frenarlos! No depende de lo que Hitler quiera, sino de lo que pueda. Alemania se ha equivocado una vez más.
La anciana señora lanzó una mirada iracunda a su sobrina.
—¡Sigues siendo comunista! —le espetó—. ¡Te prohíbo que hables así en Starken! ¡Eres una derrotista! ¡Sal de mi casa! ¡Eres una comunista que sólo busca el aniquilamiento de Alemania!
—¿Y qué otra cosa se merece Alemania? —replicó Maika—. Los prusianos estirados, mi hermano y tú, os prendasteis de Hitler porque os ofrecía una preciosa guerra con la que reverdecer los laureles de la familia; los burgueses y los comerciantes tomaron del programa nazi lo que les convenía. Nadie vio las otras cosas, entre todos lo encumbramos y ahora que nos lleva a la peor ruina no queremos reconocer nuestra culpa. ¡Codicia y crueldad! Hemos tratado como a bestias a los demás pueblos y ellos ahora se abaten sobre Alemania y se comportan como bestias también. Hemos creído que los demás pueblos son inferiores y nuevamente nos derrotan por nuestra vanidad y nuestro orgullo.
—Schulz, acompañe a la señorita Maika hasta la calle —ordenó secamente tía Ursula—. Debe salir al encuentro de sus amigos los comunistas.
El viejo mayordomo se inclinó y se dirigió hacia la puerta seguido de Maika.
El coche esperaba fuera, con el conductor visiblemente nervioso encogiendo la cabeza instintivamente cada vez que estallaba un obús en la distancia.
—Fräulein, le deseo mucha suerte —murmuró Schulz.
—Por lo menos, vosotros podíais poneros a salvo —lo exhortó Maika.
—No, Fräulein, como la señora, somos demasiado viejos —respondió el anciano—. Ya hemos vivido bastante. Ahora es mejor morir.
El viejo mayordomo estaba llorando e intentaba disimularlo volviendo la cabeza. Maika le tomó las manos y se las besó.