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Una estación límite marcada con las diferentes banderas aliadas marcaba la frontera alemana. Pasaron de noche, después de una retención de dos horas. Cuando amaneció, Carmen descubrió una Alemania miserable y precaria habitada por gente mohína y abatida: en las carreteras escasos coches y algunos carros tirados por caballos matalones, con ruedas de goma procedentes de los vehículos militares despanzurrados que se veían por todas partes; gente harapienta en bicicleta recortando su esfuerzo contra un paisaje gris de voladuras, huellas de incendios, puentes dinamitados, restos de vehículos calcinados en los arcenes de las carreteras… Las casitas de campo parecían indemnes, pero las grandes ciudades eran extensiones de ruinas calcinadas, que elevaban al cielo gris los muñones renegridos de los edificios. Llovía piadosamente sobre las abiertas heridas y el agua de arroyos y ríos bajaba negra de hollín y cenizas.

A veces se veían improvisadas industrias de recuperación. Grandes montones de chatarra, de ladrillos, de aperos, de miseria. Al llegar a Colonia, Carmen vio despuntar las agujas de la catedral gótica como afilados fantasmas entre las ruinas. El tren aminoró la marcha para cruzar el Rin sobre un puente provisional tendido junto al esqueleto retorcido del antiguo. La gente se agolpaba en las ventanillas. Dejaron atrás una enorme gabarra varada junto al embarcadero, medio hundida en el fango fluvial, oxidada y llena de pájaros que la iban blanqueando con sus excrementos. Un grupo de mujeres se lavaban medio desnudas debajo de un depósito, en un andén. Al pasar junto a ellas algunos viajeros les manifestaron entusiasmos garañones.

La cuenca del Ruhr era un paisaje desolado: caminos embarrados y zonas industriales devastadas. De la tierra removida una y otra vez brotaban espectrales máquinas, vigas, chatarra oxidada… Había explanadas de agrietado cemento por las que discurrían destartaladas vagonetas. En torno a las fábricas se apreciaban las mayores devastaciones, aunque de algunas chimeneas volvía a brotar humo industrial.

El ferrocarril discurría paralelo al Rin por un cuadriculado paisaje de pinabetes, claros de prados y macizos de bosque. Los campos volvían a cultivarse cubriendo piadosamente las cicatrices de la guerra, pero en las proximidades de las ciudades se intensificaban las destrucciones causadas por los bombardeos. Los parques públicos, los jardines domésticos, incluso los parterres de las estaciones, estaban plantados de espinacas, de berzas, de patatas, de lechugas.

Carmen contemplaba la lluvia, el agua chorreando de los empinados tejados. Las casas altas y estrechas, blancas y con vigas vistas pintadas de negro, como fichas de dominó. En la estación de Dusseldorf, el tren contiguo estaba decorado con las banderas americanas del ejército ocupante. En algunos vagones, jóvenes soldados de Oregón, de Texas, de Boston, armaban jaleo y gritaban piropos a las chicas del andén. A través de las ventanillas de la primera clase, reservada a los oficiales, se veían limpiadoras rubias con pañuelos en la cabeza. Era la hora del desayuno y los famélicos pasajeros del tren alemán miraban las manos blancas y rosadas de camareras rubias y atractivas que servían el aromático café, la compota de cereza, la mantequilla con suero, las rebanadas de pan moreno y los tarritos de mermelada.

Bajaron unos pasajeros, subieron otros, descargaron bultos los mozos de estación, resopló la locomotora, sonó el silbato y el convoy prosiguió su viaje. Las fábricas sólo eran ruinas llenas de chatarras retorcidas; los cráteres de las bombas, llenos de agua sucia, reproducían un paisaje lunar en los alrededores de las estaciones y de las fábricas.

En Essen, esperaron tres horas y media; y un poco más adelante, en Ammendorf, tuvieron que aguardar otra hora. En Wittenberg los retuvieron toda una noche y a la mañana siguiente los hicieron cambiar de tren.