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El coronel Yuri Antonov sobrevivió al derribo de su aparato y obtuvo nuevas victorias e incluso una segunda condecoración como Héroe de la Unión Soviética.

El 30 de abril de 1945 dos cazas Yak-3 pilotados por el coronel Yuri Antonov y el comandante I. A. Malinovski sobrevolaron el río Spree que divide Berlín y viraron sobre las ruinas de la ciudad. Al pasar sobre el destruido y humeante parlamento alemán, el Reichstag, pulsaron los lanzadores de bombas y dejaron caer seis cilindros de los que se desplegaron otras tantas enormes banderas soviéticas que descendieron lentamente sobre la ciudad conquistada. En el fondo rojo de las banderas, escrita en letras doradas, había una sola palabra: «Pobyeda!» (¡Victoria!).

Aquel mismo día el coronel Von Balke burló a las patrullas soviéticas volando a baja altura, recorrió trescientos kilómetros sobre suelo ocupado y sembró la alarma en el aeródromo de Frelau, no lejos del castillo de Starken. Cuando los antiaéreos de Frelau intentaron reaccionar, el solitario Stuka había aterrizado ya delante de sus narices. El coronel Von Balke realizó el peor aterrizaje de su carrera. Prefería destruir su aparato antes que entregárselo al enemigo: al tocar el suelo frenó en seco de un lado y accionó simultáneamente el timón de dirección, al hincar el morro sobre el cemento se destrozó el motor y una de las ruedas se partió, consiguiendo que el ala correspondiente se hiciera trizas contra la pista. Todavía el avión se arrastró varias decenas de metros dejando tras de sí un reguero de aceite y de piezas sueltas, hasta que se desplomó pesadamente, y el piloto emergió de sus restos con el semblante grave, sin levantar las manos, ajeno a las amenazas de un oficial soviético que había acudido a hacerlo prisionero y lo encañonaba con su enorme pistola.

El campo estaba verde y los agricultores salían a sus faenas, pero a uno y otro lado del ferrocarril se veían trenes calcinados, algunos de ellos cargados de camiones, de coches, de carros de combate y de otros ingenios mecánicos que habían ardido sobre las plataformas de transporte.

El compañero de vagón, el señor pelirrojo que había tomado bajo su custodia a Carmen, le señalaba los destrozos de la guerra.

Les avions…! ¿Vous comprende? —Y planeaba con la mano mientras imitaba el sonido de la ametralladora—. Ra-ta-ta-ta-ta. Les boches.

Ella pensaba en Rudolf. Se imaginaba que él podría haber causado aquel estropicio con el avión en el que una vez volaron juntos.

Más adelante el pelirrojo le señaló los restos de un bimotor alemán, en el que apenas se reconocía la cola, con la esvástica del timón muy abollada de las pedradas infantiles. Quizá el Stuka de Rudolf había seguido una suerte parecida. Los terribles estragos de la guerra le salían al paso a medida que se aproximaba a Alemania, y no podía evitar el pensamiento de que Rudolf podría no haber sobrevivido a tanta devastación. El voluntario de la División Azul lo había visto en 1942. En los tres años restantes de guerra podían haber ocurrido muchas cosas.

En el amplio despacho moscovita el comandante asistente anunció:

—General, lo llama un tal Codevilla-Medina, que dice pertenecer a la oficina central del Komintern. Insiste en que a usted puede interesarle recibir noticias de una mujer española llamada… —titubeó—. Creo que ha dicho Kaaren o algo así.

Los suaves rasgos de Yuri Petrovich Antonov se iluminaron.

—¡Carmen…! ¡Debe de tratarse de Carmen! ¡Deme ese teléfono!

Recién acabada la contienda, Yuri Petrovich Antonov tenía mucho trabajo en la reorganización de la región aérea de Moscú-Sur. No obstante llevaba dos meses en el cargo y no se había tomado ningún día de asueto, ni siquiera en las festividades ni en las conmemoraciones oficiales por el triunfo del Soviet en la Gran Guerra Patriótica. Aquel día, después de escuchar las noticias de Carmen que le transmitió Codevilla, decidió que ya iba siendo hora de descansar, alcanzó del perchero la gorra con las relucientes insignias de general y le advirtió a su asistente:

—Si alguien llama, sea quien sea, he salido a inspeccionar el campo.

El comandante asistente se permitió una sonrisa cómplice.

—Entendido, camarada general. Está inspeccionando el campo.

Detrás de las antiguas barracas de los suboficiales, ya obsoletas, había un trozo de terreno llano y despejado donde Yuri Antonov cultivaba hortalizas. Todavía estaba por dar la primera cosecha, pero había que escardillarla con frecuencia para evitar las malas hierbas.

Aquella mañana Antonov anduvo distraído en medio de su sembrado, con la imaginación a miles de kilómetros de distancia.

Así que Carmen regresaba, en medio de una Europa en ruinas, a buscar a Rudolf.

Como él había regresado, en el epicentro del horror, para buscar a Maika, a su amada Maika.

El general tomó asiento a la sombra de uno de los castaños que ribeteaban el campo y recordó.