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Francia. 1945

Hacía un día gris, neblinoso y desapacible. Llovía mansamente sobre las suaves colinas del Languedoc mientras el tren abarrotado de viajeros se abría camino hacia Toulouse.

Sentada junto a la ventanilla, Carmen veía pasar pastizales con vacas, sembradíos, viñedos, arboledas, casitas de campo blancas con los tejados y las contraventanas rojas y estrechas, carreteras mal asfaltadas… Era todavía un mundo amable; la Europa destruida por la guerra quedaba más al norte.

Mediopeo había tratado de disuadirla: «Es una locura meterte ahora en Alemania, sin saber alemán, para buscar a ese fascista que ya te habrá olvidado. Y si te recuerda sólo será porque lo engañaste. Eso un hombre, si es hombre, no lo perdona».

Mediopeo casi siempre tenía razón, con aquella sabiduría oculta y seria que guardaba para los suyos, pero Carmen había preferido obedecer los impulsos de sus sentimientos y quizá también el consejo de doña Herminia. La vida es corta, niña, y hasta ahora sólo te ha dado penas y fatigas. Ahora eres rica y puedes hacer lo que te venga en gana. Si quieres a ese hombre y no puedes olvidarlo, vete a buscarlo donde quiera que esté y díselo.

—Pero es que lo engañé de aquella manera…

—Si él te quiere, sabrá entenderlo.

No le fue difícil conseguir el pasaporte, a pesar de los pésimos antecedentes familiares. Un beneficiado de la catedral, gran amigo del difunto Martin Bauer y cazador en El Espinar, no tuvo inconveniente en firmarle un aval de buena conducta, y el notario don Félix Romero del Perchel certificó que, como heredera universal de don Martin Bauer, poseía ciertas propiedades en Alemania. Nada más justificado que un viaje para reclamarlas.

El tren se detuvo en el apeadero de Castelnaudary. Dos jóvenes peones ferroviarios conversaban animadamente en el andén. Uno de ellos, rubio y alto, podría haber sido Rudolf unos años más joven. Miró a Carmen e hizo algún comentario. Su compañero, que era moreno y bajo, se volvió a contemplar a la mujer y le envió un beso con la mano. Sonó el silbato y el tren reanudó la marcha lentamente, después de un brusco tirón. Más campos. Más alquerías. Más prados brillantes bajo la lluvia.

Carmen miraba sin ver. Se preguntaba qué aspecto tendría Rudolf, qué huella habrían dejado en él los cinco años de guerra.

En la estación de Toulouse la esperaba un amigo de Mediopeo llamado Ambrosio, militante activo del Partido Comunista de España en el exilio. Era delgado, por hambre más que por constitución, o quizá fuera que el traje le venía ancho y la menestral gorra de visera le descendía por los lados de la cabeza intentando taparle las orejas. Saludó a Carmen cortésmente, se interesó por el viaje y se hizo cargo de su maleta. Al salir de la estación pasaron junto a un grupo de hombres que discutía animadamente en español.

—Toulouse está lleno de españoles —aclaró Ambrosio—; aquí nos hemos refugiado muchos republicanos. Hoy se reúne el pleno del Comité Central. —Miró el efecto que sus palabras causaban en Carmen y la encontró indiferente—. Ya sabes, el Comité Central del Partido Comunista de España —explicó solemnemente—. A lo mejor hasta encuentras gente de Sevilla. De Sevilla hay una jartá. A Toulouse la llaman los franceses «la ciudad roja». Se vive sólo regular —añadió—, pero ¿dónde se vive bien hoy día?

Habían cubierto la pantalla con una gran cortina roja en cuyo centro destacaban la hoz y el martillo y a uno y otro lado habían colocado los retratos de Dolores Ibárruri la Pasionariay de José Díaz. En el escenario había una mesa rectangular con un tapete rojo en cuya falda, orlando el símbolo de la hoz y el martillo, se leía la inscripción «Partido Comunista de España». A la mesa estaban sentados Enrique Líster, Francisco Antón, Santiago Carrillo, la Pasionaria y Comorera. La Pasionaria iba de negro riguroso; los otros, con traje y corbata. En aquel momento Santiago Carrillo, regordete, con gafas de concha, estaba dirigiéndose a la asamblea: «… toda solución que no sea la República; todo lo que no sea el restablecimiento de la Constitución del 31, será una estafa para salvar la reacción y el fascismo, será un intento para engañar de nuevo al pueblo español». Mientras su correligionario disertaba, la Pasionaria repasaba distraídamente sus propias notas.

En un descanso de la sesión, Ambrosio se empeñó en que Carmen saludara a los dirigentes comunistas. La presentó como una militante española, hija de dos mártires sevillanos, que había prestado inestimables servicios a la causa durante la guerra. La Pasionaria le apretó las manos, la besó en las dos mejillas y le dijo: «Hay que tener fuerza para seguir», y luego se apartó para hablar con Santiago Carrillo. Líster, el antiguo cantero recientemente promovido a general del ejército soviético, estrechó la mano de Carmen entre las suyas y le dedicó una sonrisa ancha y amarilla y un piropo: «Con unas camaradas tan guapas como tú, ya tenemos la cosa medio hecha».

Carmen murmuró unas palabras de agradecimiento.

El ambiente era eufórico y en los corrillos se especulaba sobre la inminente caída del régimen de Franco. Después de los resonantes éxitos de la incursión guerrillera en el Valle de Aran, aseveraban los más entendidos, el fascismo español tenía los días contados. «Es cosa de meses —profetizaban—. El próximo congreso lo celebraremos en Madrid».

Carmen se dejaba conducir por Ambrosio de corro en corro, aunque deseaba que todo aquello acabara cuanto antes.

—¿Cómo está la mujer más guapa de España y del mundo?

La voz festiva y familiar había resonado a su espalda. Carmen se volvió: era Alfredo Codevilla-Medina, el galán argentino, algo más grueso y más calvo que nueve años antes en Lisboa, pero todavía atractivo, perfumado y doñeador. El argentino la abrazó y le estampó dos efusivos besos en las mejillas.

—¿Qué haces aquí? —inquirió—. ¿Has venido en representación de Sevilla?

—No exactamente —respondió Carmen—. Estoy de paso para Berlín.

—¿Para Berlín? —se extrañó—. ¿Sigues entonces trabajando para…? Ya sabes…

La había tomado por una espía del Komintern. A Carmen le hizo gracia la idea.

—No, en realidad el motivo es personal. Voy a interesarme por una herencia.

Naturalmente, no la creyó.

—¿Cuándo sales para Alemania?

—Creo que mañana.

—Entonces te invitaré a cenar esta noche. ¿Dónde paras?

—En casa de este amigo.

Le presentó a Ambrosio, que asistía al encuentro con una media sonrisa educada y suspicaz. Quedaron en que la recogería a eso de las ocho.

Ambrosio vivía en un modesto ático con olor a col hervida y vistas al mercado central. Su compañera, bajita y rubia, no despegaba los labios, pero sonreía continuamente. Ambrosio la llamaba Eulogia, aunque era polaca y sólo sabía decir en español «mucho bueno».

Ambrosio abrió el cajón del modesto aparador que contenía su oficina y entregó a Carmen un carnet del Partido Comunista de España y algunas cartas de presentación para dirigentes del partido establecidos en Rusia. Todos los documentos iban sellados y contrasellados con profusión de hoces y martillos.

—El hombre que busco no está en Rusia sino en Prusia —indicó Carmen creyendo que se trataba de un error.

Ambrosio la miró con severidad condescendiente. No le agradaba hacer de celestina entre la compatriota y un fascista, pero sabía de quién era hija y lo que había pasado durante la guerra, además de los servicios que había prestado a la causa.

—Mira, Carmen, la parte esa de Prusia la tienen ahora los camaradas soviéticos, y aparte de eso, si el hombre que buscas era piloto, es fácil que esté en un campo de concentración soviético. De todas formas te doy todo lo que puedo darte, te sirva o no.

A la hora convenida se presentó Codevilla con unas flores medio mustias y un traje oscuro algo brilloso por los codos. Cenaron en un bistrot de mucha confianza, es decir, barato, con un pianista al fondo, sobre una plataforma, mantel a cuadros y en el centro de la mesa una velita dentro de un tarro de cristal. Hablaron de los viejos tiempos. Supo Carmen que después de lo de Lisboa, Codevilla y Eveline Beauseroi habían continuado juntos cuatro años, pero finalmente ella lo abandonó para unirse a un estraperlista parisino que le regalaba pieles y alhajas. También había abandonado el Partido Comunista. Codevilla no le guardaba rencor. Quizá la amaba todavía.

—Mujeres hay de sobra en este mundo. —Sonrió tristemente y añadió—: Aunque, ciertamente, haya pocas como tú, Carmen, o como Eveline.

Carmen le apretó la mano con un gesto amistoso.

Al día siguiente, temprano, Ambrosio acompañó a Carmen a la estación y la dejó en el tren de París. La señora Eulogia le había preparado una bolsita de viaje con una tortilla de patatas y un bocadillo de mortadela.

La asmática locomotora apenas podía arrastrar la docena de vagones que le habían enganchado. El paisaje de la campiña francesa mostraba su monótona belleza: ¿había pasado por aquí la guerra? Carmen nunca había salido del sur. Sus ojos se abrían a la continua hermosura que parecía conducirla hacia los brazos del hombre que amaba. Le parecía que el cielo encapotado y sin sol era preferible, a cambio de aquel paisaje verde y fértil. Dejaba atrás el sol terrible que calcina los encinares, retuerce los olivos, incendia los espartos y agosta las hierbas, el yermo reseco y pedregoso habitado de lagartos, la angosta, hambrienta y depauperada España. Le llamó la atención la abundancia de árboles en los linderos de los campos, en las riberas de los ríos, sombreando las carreteras o las calles de los pueblecitos por los que pasaban, en los parques y en los numerosos jardines públicos o privados. En medio del verdor dominante, las casitas ponían un contrapunto de color blanco, rojo, azul, verde o en todos los tonos del ocre, siempre con las contraventanas de distinto color y los tejados de pizarra. Un mundo de ventanas sin rejas, notó Carmen, aunque Ambrosio la había prevenido contra los ladrones, «el tren está lleno de ellos y en las estaciones pululan como las chinches».

Cerca de París el paisaje cambió y fue dando paso a las señales de la guerra: fábricas abandonadas, edificios sin techo, chimeneas quebradas, trenes oxidados entre herrumbre y malas hierbas en los desmontes del ferrocarril, tizonazos de incendios y postes desprovistos de hilos. Como si pretendiera huir de aquel mundo inhóspito, el tren se hundía en las entrañas de la tierra internándose por un laberinto de trincheras y túneles en los que olía a grasa rancia, a tierra contaminada y a vegetación podrida.

Tuvieron que esperar pacientemente en un apeadero a que pasaran dos mercancías en dirección contraria. Luego prosiguieron el camino semisubterráneo, entre feos muros de casas abandonadas. Las ventanas de los edificios hundidos dejaban ver al otro lado un cielo encapotado y hostil.

Sonó un estridente silbato de aviso, y el tren rindió viaje con una profunda exhalación de vapor en la estación del Quay d’Orsay. Una nube de mozos de estación con deslucidos uniformes azul marino, se agolparon junto a las portezuelas de los vagones de primera y pugnaron por hacerse cargo de los equipajes.

El camarada que la estaba esperando era un hombre de mediana edad, elegantemente vestido, al que Carmen reconoció por el ejemplar de L’Humanité que llevaba en la mano. Tenía un bigotito recortado y hacía cuanto estaba en su mano por parecerse a Clark Gable, incluso en la manera de saludar a la bella española, besándole la mano con una elegante inclinación como si estuvieran en Atlanta antes de la guerra de Secesión. Se hizo cargo de la maleta, ascendieron la escalinata de la estación y subieron al taxi que aguardaba. El taxista era otro camarada, gallego, de Lugo, un hombre gordo y sonriente que contempló apreciativamente a Carmen mientras se acercaba. Una ancha cicatriz le cruzaba la frente y en la solapa lucía una insignia republicana. Clark Gable hizo las presentaciones.

—Por lo que veo, en Francia sólo hay españoles —bromeó Carmen cuando se hubo acomodado en el asiento trasero—. ¿Dónde están los franceses?

El taxista hizo un gesto muy francés con las manos.

—¡Uy, señorita, los franceses…! ¡Hay demasiados!

El hotel había venido a menos, pero el personal suplía con reverencias el deterioro de las alfombras raídas, las lámparas art nouveau desportilladas y la escasez de bujías de las bombillas. Clark Gable acompañó a Carmen al comedor y la ayudó a descifrar el menú, aunque no se quedó a cenar porque hubiera desequilibrado el presupuesto del partido.

—Le deseo que duerma bien. Recuerde que su tren saldrá mañana a las siete. Vendremos a buscarla a las seis.