Sevilla. 1945
Don Félix Romero del Perchel, miembro del Ilustre Colegio de Notarios de Sevilla, se levanta de su mesa estilo renacimiento y acude solícito a saludar a la señora que el pasante acaba de introducir en el despacho.
—¿Doña Carmen Albaida Castro?
—Sí, señor.
—Siéntese, por favor, señora.
Le acerca uno de los sillones que tiene delante del escritorio, despide con una mirada al pasante que seguía junto a la puerta y regresa a su asiento. A su espalda, la sólida y profusamente tallada estantería de nogal está abarrotada de textos legales lujosamente encuadernados, pero deja un espacio en el centro para albergar un crucifijo de marfil sobre fondo de terciopelo rojo y dos fotografías enmarcadas en cuero repujado: el Caudillo y José Antonio Primo de Rivera. Don Félix es un notario de derechas, circunstancia nada infrecuente en la profesión.
—La he hecho venir por un asunto de gran importancia —le explica don Félix regresando a su enorme sillón detrás de la mesa—. ¿Usted conocía a don Martin Bauer?
—Sí, señor.
El notario asiente casi distraído. Está pensando si será oportuno inquirir sobre la naturaleza de aquel conocimiento. La mujer, además de asustada, también parece despabilada y de carácter firme. Desiste de su propósito.
—Este señor ha fallecido recientemente.
—Lo sé —murmura ella bajando la mirada.
—Usted lo apreciaba.
El notario espera alguna confirmación, pero como Carmen no responde, prosigue después de una breve pausa.
—Yo soy el albacea de don Martin Bauer, que ha muerto sin descendencia y, a lo que sabemos, sin parientes cercanos. Hace quince días dictó testamento y usted es una de sus herederas.
A Carmen le resulta difícil de creer.
—¿Yo?
—Sí, señora: usted. Es más, usted es la principal heredera de un capital considerable. Usted es, o será, cuando terminemos con las formalidades, una de las mujeres más ricas de Sevilla.
Rusia. 1943
El caza del morro rojo se adhiere a la cola del Stuka, baja ligeramente los alerones y disminuye la velocidad hasta el mínimo para mantenerse detrás de su lento enemigo. Von Balke ve pasar las trazadoras de una ráfaga corta a pocos centímetros del fuselaje y hace lo único que le queda por hacer: pica ligeramente, buscando la proximidad de la tierra, y nivela el aparato a diez metros del suelo. Volar cerca del suelo es más peligroso en un caza rápido. El lento Stuka puede amoldarse al relieve, descender a las vaguadas, brincar colinas, mientras el enemigo, como es más rápido, si pierde gas, entra en pérdida y le sobreviene el hachazo, como los pilotos llaman a esa caída súbita cuando el aparato no se sustenta en el aire y se precipita contra el suelo.
El caza del morro rojo se ve obligado a rebasar al enemigo antes de volver a la carga. En el momento en que los aparatos están emparejados a quince metros de distancia, los pilotos se miran.
—¡Yuri!
Von Balke ha reconocido a su perseguidor, ha visto brillar el odio en sus pupilas. Comprende que ese halcón de Stalin va a volver una y otra vez hasta que acabe con su presa, es una cuestión personal.
Salen del barranco y el caza ruso completa el giro y se sitúa nuevamente a la cola del adversario.
—Disparaba con ráfagas cortas, dos o tres disparos —recordaría Kolb—, como el boxeador que hace juego de piernas en espera de colocar el gancho a la mandíbula. Se nos acabó el barranco y a él no se le acabó la munición. Salimos a una llanura en la que nuestra apurada situación podía agravarse. Entonces el comandante cambió de táctica y comenzó a describir círculos cada vez más cerrados. Yo de vez en cuando intentaba acertarle al ruso con la ametralladora, pero el condenado también sabía interpretar mi pensamiento y medio segundo antes de que apretara el gatillo bajaba el morro y desaparecía debajo de mi cola. Después volvía a emerger y me disparaba otra ráfaga corta. Una de ellas se llevó parte del timón y nos hizo algunos destrozos en el fuselaje, nada grave. Yo le gritaba al comandante que cerrara aún más los virajes. «No puedo —respondía—, tengo la palanca pegada al asiento». Así estábamos cuando, de pronto, el ruso desapareció de mi vista y al girar vi que se había estampado contra el suelo y ardía en medio de una espesa nube de humo negro: el hachazo. Aquel día grité «¡Pauka, pauka!» hasta quedarme ronco.
Carmen pone cara de no entender.
—¡Pauka, mujer, el grito de guerra de los aviadores!
El cielo está turbio de humo. Regresan volando bajo, ascendiendo solamente para internarse en alguna nube protectora. Von Balke empapado de sudor piensa en Yuri, su antiguo amigo, que ha muerto contendiendo como un caballero o quizá obsesionado por la oscura venganza.
En el aeródromo encuentran dos Stukas ardiendo después de realizar sendos aterrizajes de emergencia. Otros no regresarán nunca. Von Balke corta gas. El aparato se desliza desde la cabecera de la pista, rueda otros doscientos metros, saltando entre baches y protuberancias, y se detiene con un medio giro. Un grupo de aviadores viene a su encuentro con coñac y vasos. Hay que brindar por la victoria.