Rusia ocupada. 1943
—¿Llevamos todo el equipo? —pregunta Von Balke mientras se ajusta las correas del paracaídas.
—Sí, comandante —responde el brigada Kolb mientras abarca de un vistazo la pistola de señales, las bengalas, el chaleco salvavidas y la bolsa de hule que contiene la navaja, el botiquín de mano, las raciones de hierro, las tabletas de Pervitina y la linterna.
—Pues vamos allá.
La formación de diez Stukas sobrevuela los campos de centeno granado y los oscuros pinares. Mantienen silencio radiofónico hasta que se encuentran a pocos kilómetros del objetivo.
—Katze Cinco —avisa Von Balke—. Rumbo cero, nueve, cero para ataque a tierra. Reunión a dos mil quinientos metros. Referencia Rutger, dos, azul.
—Recibido.
El avión penetra en un banco de nubes. Von Balke con los labios apretados se concentra en la blanda neblina que abraza su avión, intenta taladrarla con la mirada. El motor tose y ratea más de la cuenta. Kolb ruega a Dios que aquellas nubes no contengan hielo. Vuelan a ciegas durante cinco minutos y salen a la luz justamente encima del objetivo.
—Allí los tenemos.
Kolb vuelve la cabeza y mira a tierra. Un rebaño de carros soviéticos está bordeando el río en busca de un vado. Von Balke se concentra en la maniobra, una lotería de la muerte que ya se ha convertido en una rutina: picar desde ochocientos metros, salir al encuentro de una granizada de balas trazadoras, nivelar el aparato sobre el espantado rebaño de los mastodontes de acero, escoger a la víctima, encuadrarla en la mira, oprimir el disparador… Un ligero temblor sacude el aparato; el trazo luminoso alcanza la voluminosa trasera del blindado. Von Balke lo sobrevuela. Kolb ve inflamarse la carcasa del monstruo. Llamas fosforescentes, azules, brotan de los respiraderos del motor. Lo ha tocado en el depósito de municiones. El Stuka remonta y se aleja rápidamente para escapar del infierno de planchas incandescentes y pernos como balas que un instante después se desencadena en tierra.
Los cazas de escolta que prometió el mando tardan en aparecer. Después de tres picados, los Stukas se reagrupan a media altura y escudriñan el cielo que se está aclarando por momentos. A lo lejos, arriba, se divisan unos puntos negros.
—Llegan los cazas, comandante —anuncia Kolb, cuya vista no es ya tan buena como antes.
Son cazas soviéticos que de pronto rompen la formación y realizando un amplia curva se nivelan y se sitúan a la cola de los Stukas. Pronto Kolb distingue las formas definidas de un Lagg-3 con el morro pintado de rojo, la insignia de los stalinfalken, los temibles «halcones de Stalin».
Yuri Antonov recuerda las pautas de vuelo de Von Balke en Lipetsk. Atacar de sur a norte; romper y alejarse girando hacia la izquierda. El Stuka se mueve hacia la izquierda, y realiza las maniobras evasivas que la situación aconseja: frena haciendo descender los alerones y se mece en zig-zag. Todo previsible. El caza del morro rojo lo acosa y se recrea en la maniobra, como si estuviera unido a su enemigo por un invisible cable. A doscientos metros del blanco se empareja en velocidad. El caza se agita suavemente cuando entra en la turbulencia del rotor de su presa. Un leve viraje inclina el ala derecha y debajo de ella aparecen, como si ascendieran en suave oleaje, los verdes bosques cruzados de pistas forestales con algunos claros de tierno pastizal y sementeras rectangulares.
Yuri Antonov podía haber sido, si el destino hubiera resultado más misericordioso, uno de esos labriegos que desde tierra asistían estupefactos a la batalla de las máquinas celestes.
Comienza el baile mortal. El pesado Stuka oscilando acompasadamente en el aire para esquivar los disparos de su perseguidor; Kolb respondiendo frenéticamente con la ametralladora de cola, las trazadoras pespunteando el espacio en torno al aparato, el punzante olor de la cordita quemada irritando narices y ojos en el angosto ataúd de la carlinga. A la derecha, un Stuka del grupo se precipita a tierra envuelto en llamas. La fugaz visión de la caída deja una traza de cambiantes luces en el subconsciente de los que asisten al espectáculo: un horno te escupe encima un aliento de fuego y en un segundo el roce con el viento lo aviva y lo convierte en una antorcha. Cuando el depósito estalla y arde la gasolina, el Stuka se convierte en una bola de fuego roja que va virando al rosa intenso cuando se agregan a la combustión el fluido hidráulico y la grasa humana, así como los componentes químicos del manganeso, del vanadio y del cobre. Finalmente, cuando se incendian los componentes de la aleación de magnesio, la bola de fuego adquiere una coloración azulada intensa y cae lentamente, o así parece en la distancia, y al chocar contra el suelo levanta una nube de chispas parecidas a un castillo de fuegos artificiales.
La primera embestida no ha dado resultado. A través del reflejo luminoso de su hélice, Yuri ve que el Stuka vuelve a girar, esta vez hacia la derecha. Titubea un momento antes de seguirlo y en la breve vacilación, al sacar su avión de la enfilada del timón enemigo, percibe el destello de la ametralladora de cola del Stuka. Recuerda que allá delante hay un hombre asustado con el dedo sobre el gatillo de un arma letal. Acciona la columna de control, posa levemente el pie en el palonier de la izquierda, corrige el rumbo y desciende un poco, lo suficiente para resguardarse de las balas.