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Sevilla. 1945

—Aquel piloto alemán… ya sabes…

—Rudolf…

—¿Quién te dijo que murió?

Los ojos negros se velan de tristeza. Han transcurrido nueve años, nueve amargos años de guerra y de posguerra, de pobreza, de hambre y de desamparo. Los días pasados junto al ángel rubio fingiendo que era otra, la vida falsa de unos meses engañándolo y engañándose, se hizo más verdadera que la real y creció hasta ocupar el espacio de los sueños.

—Me lo dijo su tío.

—¿El de la casa grande?

—Sí. Unos meses después de todo aquello me encontró en el mercado y se quedó mirándome. Creí que me iba a denunciar a la policía y me escapé corriendo, pero su chófer me siguió. Por la tarde el señor Bauer se presentó en mi casa. Sabía que yo había colaborado con los comunistas, pero me dijo que no temiera nada de él, que me apreciaba.

Pasamos la tarde charlando. Yo al principio estaba asustada, pero después le abrí el corazón y le conté muchas cosas. Él también me las contó a mí, como algunas veces que hablamos en El Espinar aguardando a Rudolf. Quedamos como dos buenos amigos, y todavía conversamos en otras ocasiones, cuando nos encontrábamos y él me invitaba a café, pero ya hacía años desde la última vez. Era un hombre muy solitario. Ni alemán, ni español. Un hombre solo.

—¿Te dijo que su sobrino había muerto?

Carmen asiente, se levanta, alisa el mantel de encaje con un gesto automático, va a la ventana en la que vuelven a florecer los geranios, mira a Herminia con unos ojos negros que la pesadumbre ahonda.

—Cuando supieron lo que había hecho, lo de la muerte de Torres Cabrera, se lo llevaron a Alemania, lo juzgaron y lo condenaron a muerte.

—¿Qué te parecería si no hubiera muerto?

Carmen miró a su antigua maestra de hito en hito. Herminia sonreía enigmáticamente.

—¿Está vivo?

—No lo sé, pero pudiera estarlo. Será mejor que hables con Mediopeo.