Moscú. 1943
Había amainado el furioso chaparrón pero todavía lloviznaba sobre los brillantes adoquines de la plaza Roja. Yuri Petrovich Antonov, con el uniforme recién planchado y las cinco condecoraciones sobre el pecho, entre ellas la preciada medalla que lo acreditaba como Héroe de la Unión Soviética, contempló el Kremlin a través de la ventanilla del jeep. Hacía ya muchos meses que los bombarderos alemanes no visitaban Moscú, pero la muralla del palacio continuaba oculta tras un enorme trampantojo sostenido sobre andamiajes de madera que reproducía una hilera de casas con vistosas fachadas de distintas alturas y colores, con sus ventanas, sus tejados, sus claraboyas y sus cornisas. Por encima de los falsos tejados destacaban unas toscas construcciones que disimulaban las cebollas doradas de las cúpulas del antiguo palacio y catedral zarista.
Las entradas del Kremlin estaban protegidas por barricadas de sacos terreros. Delante de las puertas había vallas móviles de alambre de espino. Los centinelas vestían todavía el pesado tabardo de invierno, a pesar de los calores de la primavera anticipada.
El general Konstantin Vershinin era un antiguo conocido de Yuri Antonov. Lo recibió en una sala de reuniones y después de estrecharle la mano y felicitarlo por su último ascenso fue directamente al grano.
—El Politburó y el alto mando me han nombrado comandante de la fuerza aérea del frente sur.
—Enhorabuena, camarada general.
—No sé si me tiene que dar la enhorabuena, camarada coronel: mis tres predecesores en ese puesto han caído en desgracia. —Y sonrió amargamente—. Tengo aquí su hoja de servicios —señaló un sobre de papel grueso, verde, algo descolorido por los bordes—. Es notable, verdaderamente notable.
Yuri notó que parte del contenido del sobre estaba sobre la mesa. El general pasó un par de hojas.
—Tiene usted la piel dura —sonrió—, al principio de la guerra lo derribaron seis veces… Incluso sobrevivió a un choque deliberado, a un taran, cuando después de quedarse sin munición consiguió dañar con su hélice la cola de la aeronave enemiga a la que perseguía. ¡Esto es muy heroico!
Yuri Antonov recordó perfectamente aquello. Un Heinkel 111. Al ametrallador de cola se le había encasquillado el arma. No fue tan difícil. No era un buen piloto entonces, pero después de operar durante dos años en una unidad de caza había aprendido a volar. Solamente él sabía a qué precio: docenas de ataques nocturnos contra posiciones alemanas, tripulando viejos biplanos de carlinga descubierta, vestido con un pesado mono acolchado para evitar la congelación. La táctica requería un valor suicida: subir tan alto como lo permitiera el frío, hasta la vecindad de las heladas estrellas, detener el motor, escuchar cómo el viento helado hace vibrar los montantes de los planos y las riostras, planear hasta la posición enemiga, lanzar la bomba, encender el motor, ganar altura y regresar… si no te derriban.
Yuri había visto morir a sus camaradas por docenas, pero la muerte, misteriosamente, lo había respetado a él. Con el tiempo había aprendido a situarse a la cola del enemigo y a disparar la ráfaga en el ángulo de deflexión preciso: se trata de apretar el gatillo una décima de segundo antes de que tu presa se coloque delante del chorro de tus proyectiles. Es casi un instinto.
—Usted es uno de los pocos pilotos de la primera hornada que ha sobrevivido. El fuselaje de su aparato luce cincuenta y tres estrellas. Figura en segundo lugar en la escala de honor de la caza soviética, sólo nueve estrellas por debajo del máximo as, el coronel Iván Kozhedub. Con una hoja de servicios tan estimable —observó el general Vershinin—, nunca ha solicitado pasar a una zaszada o emboscada, un puesto más descansado y de mayor lucimiento. Usted ha combatido intensamente, sin un respiro, durante años.
Yuri sabía cómo se había esforzado. Sólo él conocía su dedicación a las tácticas de apoyo terrestre que convertían la maniobra en un azar peligroso y desgastaban a pilotos y máquinas hasta la extenuación. En los breves permisos, cuando regresaba a casa junto a la severa Olga Igorovna y las niñas, había noches en las que se despertaba sobresaltado, cubierto de sudor, después de soñar con los destellos de las trazadoras, el traqueteo de las ametralladoras, las explosiones de las granadas antiaéreas que sacuden el aire y estremecen los aparatos, la mordedura de la metralla sobre amigos y enemigos y la confusión de un enjambre de aviones maniobrando y entrecruzándose a distintas alturas. Estabas luchando con un enemigo y otras dos parejas enzarzadas en combate se interponían en la trayectoria de tus balas o tú en las de ellos. Ráfagas perdidas continuaban su trayectoria hasta que acribillaban un aparato. Nunca sabías si el que te derribaba era amigo o enemigo.
—Creo que todavía no estoy suficientemente cansado, camarada general.
Vershinin sonrió.
—Por eso lo he llamado. El mando está preocupado por la actividad de cierto cazador de tanques enemigo que se ha hecho muy popular. Le voy a mostrar un noticiario alemán que recibimos la semana pasada.
El general ordenó que pasaran la película. Inmediatamente se apagaron las lámparas y un haz de luz se proyectó sobre uno de los muros. En el rectángulo iluminado aparecieron, en rápida sucesión, una serie de letras y cifras, las siglas de la UFA y el anagrama del Ministerio de Propaganda alemán
—Es el noticiario que los alemanes sirven a sus cines y a los países aliados —explicó Vershinin.
El reportaje versaba sobre una unidad de Stukas que actuaba en el frente ruso. En los primeros planos los pilotos desayunaban en las bien provistas mesas del comedor de la base, bromeaban entre ellos y mostraban una excelente moral de combate. De pronto un altavoz avisaba para una nueva misión. Los pilotos apuraban sus cafés y corrían alegremente por la pista. El plano siguiente era una fila de Stukas a los que mecánicos de apariencia feliz cerraban los capós y quitaban los calzos de las ruedas. Los pilotos, todos guapos, como resaltaban los primeros planos, se acomodaban en sus puestos. Los sonrientes mecánicos cerraban las carlingas, las hélices comenzaban a girar, los aviones despegaban, volaban, avistaban los tanques soviéticos. El líder hacía una señal y todos descendían en picado tras él. La cámara de a bordo filmaba las balas trazadoras persiguiendo a un blindado que intentaba desesperadamente zafarse y luego el fogonazo del cañón y el estallido del vehículo, el avión recuperaba altura y desde arriba filmaba el tanque ardiendo. Un plano general mostraba una inmensa llanura nevada, rusa obviamente, en la que ardían seis, diez, quizá quince tanques. Los pilotos regresaban a la base conversando animadamente entre ellos. Al aterrizar, sus estupendos mecánicos y armeros los estaban esperando con botellas de champán. Uno de los pilotos era muy alto.
Yuri tragó saliva cuando reconoció a Rudolf von Balke. Su gesto altivo y profesional era el mismo de siempre, aunque se le veía ojeroso y más delgado. En el cuello lucía la Cruz de Caballero con hojas de roble y las insignias de comandante.
Así acababa la película. Cuando se volvió a encender la luz, Vershinin tenía las manos cruzadas y se examinaba los dedos cortos y pilosos.
—Ahí los tenemos. El Stuka que tantos quebraderos nos ha dado, y en especial a usted, se ha quedado anticuado, pero ahora se revela como un cazador de tanques endemoniadamente eficaz. Los alemanes han provisto sus aparatos con dos cañones de treinta y siete milímetros que disparan proyectiles de carga cóncava y núcleo de wolframio. El Estado Mayor no deja de transmitir las quejas de los generales tanquistas. No pueden cumplir con su trabajo si nosotros no realizamos el nuestro. Hay que acabar con esa gente. Por otra parte… —sonrió el general—, usted tiene una vieja cuenta pendiente con ese Von Balke, ¿no es así?
—Lo conocí hace mucho tiempo, camarada general.
—Ahora tendrá ocasión de ajustarle las cuentas.
—¿Cómo sabemos dónde está?
Vershinin sonrió.
—Ha sido relativamente fácil. Hace trece días el propio Hitler lo condecoró con las Espadas en la Cancillería de Berlín. Por el protocolo de concesión hemos sabido que opera desde el aeródromo de Bagerowo, en la costa del mar Negro, en Novorossik. Hemos decidido atrapar a los primeros pilotos de Stukas en una maskirova.
Una trampa. Yuri Antonov se sorprendió de la indiferencia con que aceptaba la propuesta. Quizá odiaba a su antiguo amigo más de lo que creía. Quizá se encontraba tan agotado por la guerra que alegrarse o apenarse eran esfuerzos suplementarios que no estaba en condiciones de aceptar. Regresó a la base ensimismado y se detuvo distraídamente frente a la cantina de oficiales. En otro tiempo, él y Rudolf habían bebido como dos camaradas en cantinas como aquélla.
Rudolf. Ahora se iba a enfrentar a él. Sería, ciertamente, un duelo desigual, una trampa para eliminar al héroe de los noticieros alemanes.
Yuri miró al cielo. No había estrellas ni luna y una densa capa de nubes oscuras, cargadas de agua, descendía sobre los distantes bosques como un espeso cortinaje. El aire era húmedo y frío. Yuri cambió de idea en la puerta de la cantina. Se marchó a su barracón y se acostó sin cenar.