Sevilla. Noviembre de 1945
Diluvia sobre el Guadalquivir, el celaje del agua despliega velos grises sobre la Torre del Oro, sobre la catedral y sobre los barcos anclados en los muelles de El Arenal. En la barbería La Esmerada, número 22 de la calle Betis, un excombatiente de la División Azul refiere sus hazañas entre el heroísmo y la picaresca.
—Rusia es como cien veces España —asegura—. Ya os podéis imaginar la cantidad de soldados que hacen falta para establecer un frente que la cruce, pero, con todo y con eso, para que se vea que el mundo es un pañuelo, de vez en cuando te encontrabas a gente que había estado en Sevilla.
—¡Cómo! —exclama el barbero—. ¿Y eso?
—¡Lo que te digo! Un día, por ejemplo, esto sería en febrero de 1942, estaba yo en Novgorod, en el frente de Leningrado, cuando derriban un aparato encima mismo de nuestras cabezas y el piloto ¡zas!, se tiró en paracaídas y el viento lo fue arrastrando para las líneas rusas. Entonces el capitán de la compañía, que se llamaba Castillo Frailes, dice: «A ver: tú y tú, salir pitando y lo traéis aquí, que ése va atontolinado y lo mismo tira para donde los rusos». Conque cogimos los fusiles ametralladores y fuimos a por él, con un nevazo que caía de aquí te espero, y el tío, cuando por fin lo encontramos, al ver el emblema que llevábamos en la manga, con la bandera de España, no te imaginas cómo se alegró y empezó a hablar en español, oye, como tú y como yo. Y que de dónde sois. Le digo: éste de Tafalla y yo de Sevilla. ¿De Sevilla? Yo he estado mucho tiempo en Sevilla, tengo un tío allí. ¿En Sevilla? ¿Pero tú no eres alemán? Sí lo soy, y me dijo el nombre, pero tengo un tío en Sevilla que es algo de barcos y comercio. Ya digo, hablando como nosotros y luego, ya en la trinchera, nos resguardamos en el refugio y telefoneamos para que mandaran un coche a recogerlo y mientras venía estuvimos hablando de Sevilla y lo conocía todo a base de bien: el parque de María Luisa, la Giralda, las terrazas del Laredo, la calle Sierpes, y el Zapico y la calle Feria. Todo. El tío, teníais que ver cómo era, grande como de no caber por esa puerta, y rubio, fortachón. Conque llegó el coche, se lo llevó y ya no volvimos a saber de él.
Mediopeo, con su caja de limpia en la mano, aguarda a que escampe detrás de los cristales mientras apura la colilla de su cigarro liado.
—Ése sería de aquellos aviadores alemanes que vinieron cuando la guerra, los del hotel Cristina —comenta el barbero.
—De ésos debía de ser —corrobora un cliente.
El que había estado en la División Azul paga su corte de pelo y se va. Mediopeo lo ve alejarse, envuelto en una gabardina astrosa que le viene grande y resguardado bajo un viejo paraguas al que le falta una varilla.
—Y éste, ¿quién es? —pregunta el que ocupa el sillón viéndolo alejarse a través del espejo.
—El menor de Lucio Martínez —responde el barbero—, el que trabajaba en el almacén de pinturas de la carretera de Carmona.
—¡Ah, ya sé! ¿Y cómo es que se metió en lo de Rusia?
—Ya lo ves, gilipolleces de juventud. Y ya puede estar contento de haber vuelto, aunque sea medio tísico. Otros se quedaron allí.
—¿Y ahora qué hace?
—Creo que trabaja en la droguería de la calle Trajano.
Diluvia sobre el Guadalquivir. Una draga oxidada hace sonar su sirena junto al embarcadero donde siglos atrás atracaban los galeones de Indias, la flota de la plata.
Mediopeo se queda pensando en la conveniencia de remover las viejas heridas.