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El coche de Torres Cabrera se alejó levantando una nube de polvo.

—Estaremos en la casa —decidió tío Martin—. Hay que mandarle aviso al juez de La Cartuja.

Y tomando a sus caseros por los hombros se retiró con ellos, dejando solos a su sobrino y a la muchacha.

Se hizo un silencio incómodo.

Rudolf von Balke miró a Carmen. Ella se había sentado sobre un tronco y sollozaba quedamente ocultando el rostro entre las manos.

—¿Es cierto lo que ha dicho ese hombre? —preguntó el aviador con una voz que no delataba emoción alguna.

Ella asintió con la cabeza sin dejar de llorar.

—¿Mataron a tu familia y… todo lo demás?

Nuevo asentimiento.

—¿Y tú eres agente comunista?

Carmen pareció titubear. Se enjugó las lágrimas y lo miró directamente a los ojos con los suyos enrojecidos por el llanto.

—Sí —musitó con voz ronca—. Todo es verdad.

—¿Y tu amor? ¿Lo has fingido? ¿Me has engañado?

Había más desencanto que reproche en el tono de las palabras.

Ella sollozaba nuevamente con el rostro entre las manos.

Ronroneaba el motor del Stuka y sus planchas brillaban al sol haciendo más notorio el pespunte minucioso de los remaches.

Rudolf tomó una decisión. Se dirigió al aparato, quitó el palo que bloqueaba el alerón y retiró la funda que protegía la ametralladora, dejando al descubierto el negro tubo por el que el pájaro vomitaba la muerte. Con movimientos automáticos, el piloto subió al aparato, se instaló en su puesto y dio gas. El motor rugió potente. Le echó un vistazo a los niveles. Todos correctos. Aumentó la potencia y despegó.

Desde arriba, Rudolf describió un amplio giro para sobrevolar la casa y sus alrededores. Todo parecía calmado. No había rastro de Antonov ni de enemigo alguno. Ganó altura hasta que Carmen desapareció en la distancia. Luego enderezó el morro del aparato y enfiló en dirección a Sevilla, dejando atrás el caserío de La Cartuja y la mole gris de su iglesia. No le fue difícil seguir la línea clara de la carretera hasta que divisó el automóvil de Torres Cabrera, a pocos kilómetros. Remontó el vuelo, lo adelantó y lo aguardó en un tramo recto. Fue como en un ejercicio de Rechlin. Tomó de frente el objetivo, picó levemente hasta veinte metros del suelo y oprimió el botón rojo de la columna de mando. La ametralladora crepitó y una línea de pequeños surtidores de tierra y piedras recorrió la carretera hasta el Ford. Torres Cabrera intentó esquivar el ataque con una brusca maniobra del volante, pero estaba medio aturdido y sólo consiguió estrellar el vehículo contra un ribazo. El motor se caló. Intentaba ponerlo en marcha nuevamente cuando el Stuka efectuó su segunda pasada. Esta vez los proyectiles alcanzaron la capota y el parabrisas. Una bala se llevó por delante media mano del conductor y otra destrozó el depósito de combustible. Se incendió la gasolina vertida y un segundo después todo el coche ardía como una antorcha. Torres Cabrera, envuelto en el resplandor de su propia pira, aceptó la muerte con la contrariedad de haber perdido la partida precisamente cuando estaba a punto de recuperar a Carmelilla.