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Torres Cabrera empujó violentamente la puerta del dormitorio hasta que saltó el pestillo. Carmen se había vestido y estaba echada en la cama con la cabeza hundida en la almohada. Cuando reconoció al capitán profirió un grito. Se abalanzó sobre ella enarbolando un puño amenazador, pero Carmen logró esquivarlo, alcanzó la puerta y huyó escaleras abajo. Torres Cabrera corrió tras ella.

—¡Ven acá, mala puta, que por tu culpa han muerto hombres cabales!

Carmen salió a la calle y se quedó momentáneamente deslumbrada por el sol que brillaba sobre el empedrado. Orientándose distinguió a Rudolf junto al aparato, fuera del cobertizo de los aviones, y corrió hacia él seguida por Torres Cabrera.

La fugitiva se refugió en brazos de su amante. Llegó su perseguidor jadeante y la fulminó con la mirada.

—¡He perdido tres buenos legionarios por culpa de esta puta! —declaró rechinando los dientes y señalándola con una mano teñida de sangre seca.

Llegaron tío Martin y los caseros. Gregoria se dirigió a la muchacha.

—¡Ay, qué desgracia tan grande, señorita! ¿Cómo está usted?

Carmen rompió a llorar en brazos de la anciana.

—¡La señorita es una puta espía roja y yo he venido a detenerla! —manifestó Torres Cabrera mirando retadoramente a Von Balke, y dirigiéndose a Carmen la agarró bruscamente por la muñeca—: Ven conmigo, que llorar no te va a servir de nada.

El puñetazo de Rudolf lo alcanzó en la cara y lo hizo trastabillar.

—Esta señorita está en mi casa y bajo mi protección —intervino Martin Bauer, que acababa de unirse al grupo.

Torres Cabrera le dirigió una sonrisa sardónica.

—¡Este pendón no es, ni ha sido nunca, una señorita! —escupió su desprecio y su resentimiento, mientras con el dorso de la mano se limpiaba la sangre que le manaba del labio reventado—. Es un putón de corrala trianera que se llama Carmen Albaida y ha sido toda la vida fregona de mi casa. A su padre y a su hermano los fusilamos hace dos meses por rojos y anarquistas y a ella nos la follamos entre cinco por roja y por puta. Y ahora me la voy a llevar y no va a haber Dios que lo impida. ¡Por cojones!

—La señorita se queda aquí —advirtió Rudolf.

—¡La puta se viene conmigo! —bramó Torres Cabrera—. Y a ti ya te ajustaré las cuentas, que eres un mierda y un cagao que te has dejado engañar por ella…

Rudolf levantó su Luger y apuntó a la cabeza del delegado gubernativo.

—Abandona El Espinar ahora mismo o te vuelo la tapa de los sesos.

Torres Cabrera encaró el fino cañón pavonado y sacó pecho, creciéndose. Había perdido bastante sangre y volvía a nublársele la vista.

—¡Fuera! —lo conminó Rudolf, señalándole el camino con el arma.

Torres Cabrera todavía le sostuvo la mirada durante unos instantes. Luego comprendió que no le quedaba otra alternativa que marcharse. Antes de alejarse se volvió y le advirtió a la muchacha:

—Carmelilla, no tengas cuidado que volveré por ti, que mis amigos y yo tenemos que tener otra conversación contigo como la de marras. —Sonrió cruelmente—. Ahora me voy a dar parte y volveré con una orden de Queipo. ¡De ésta no te libras!