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La ametralladora se había acallado. El ardiente cañón del arma humeaba apuntando al cielo. El miliciano Bartolomé Linares estaba abrazado a ella y tenía la espalda abierta de un bayonetazo. A través de la ancha herida le refulgía una costilla inverosímilmente blanca. La mano derecha del difunto sostenía todavía la navaja con la que había logrado degollar al legionario que lo mató. Yacía a su lado con la carótida abierta y sangrante, los ojos entreabiertos y una mirada de vidrio fija en el sol del mediodía. Zumbaban las moscas y renegreaban sobre las sangrantes heridas. Rudolf comprobó que todos estaban muertos y continuó su inspección. Más abajo, en la vaguada junto a la roca, encontró otros tres cadáveres y en el lindero del bosque un cuarto.

Regresó junto al Stuka, cuyo motor seguía funcionando. Yuri Antonov podía armarse o regresar con ayuda. Urgía salvar el avión.

Torres Cabrera estaba sentado en la cocina y Gregoria le vendaba la cabeza. La bala sólo le había rozado el temporal, pero había sangrado abundantemente y tenía el rostro y la camisa muy manchados.

—¡Dios mío! ¡Hay muertos por todas partes! —gimió el casero.

—Es lo natural —respondió Torres Cabrera secamente—. Estamos en guerra.

Un perro perdiguero penetró nervioso en la cocina y fue a olfatear al extraño.

—¡El amo! —exclamó el casero al ver el perro—. ¡Gracias a Dios que está aquí el amo!

En efecto, unos segundos más tarde entró Martin Bauer en traje de caza, con polainas, sombrero verde, canana y la escopeta doblada sobre el brazo.

—¿Qué ha pasado aquí? —interrogó al ver a Torres Cabrera perdido de sangre—. ¿Dónde está mi sobrino? Gregoria se abrazó a su marido y rompió a llorar.