Rudolf había descerrajado el armero de tío Martin y había hecho saltar, sirviéndose de un escoplo y de un martillo, el grueso candado de la cadena que pasaba por los gatillos de los fusiles de caza. Fue en vano porque después de aquellos trabajos descubrió que ninguno de ellos estaba provisto de cerrojo. En aquel momento oyó un sonido profundo y familiar por encima del tiroteo y del ladrido discontinuo de la ametralladora.
—¡El Stuka! —gritó, comprendiendo de pronto el objeto de aquel ataque—. ¡Quieren robar el avión!
Corrió a su habitación, destripó la maleta sobre la cama revuelta, extrajo la pistola Luger que guardaba en el fondo del equipaje, la montó y comprobó la munición. Carmen intentó abrazarlo, evitar que saliera, pero él se desasió bruscamente de sus brazos, cruzó el vestíbulo tan enajenado que no percibió las súplicas que su enamorada le dirigía desde la balaustrada.
Fuera de la casa rondaba la muerte. Ignorando las balas, Rudolf atravesó corriendo la explanada en dirección al cobertizo del avión. El motor ronroneaba a pocas revoluciones todavía. Quizá podría evitar su robo. Se internó en los primeros árboles, a resguardo del tiroteo, y continuó corriendo por el lindero del bosque.
Volvía a resonar la ametralladora en ráfagas cortas, aunque las balas silbaban lejos.
Jadeando llegó a la zona talada y saltó los troncos dispersos, como un atleta en una carrera de obstáculos. El avión estaba girando lentamente para encarar la pista de despegue. Rudolf pasó sobre el cadáver del miliciano Proculo, al que la hélice del aparato había abierto la cabeza como una sandía, y recogió del suelo un trozo de rama, grueso como la muñeca.
El Stuka, podía oírlo, había alcanzado los niveles óptimos de aceite y revoluciones. Vio cómo sus gruesas ruedas se ponían en movimiento para encarar la pista. Un minuto más y estaría en el aire.
Rudolf corrió detrás del aparato que comenzaba a ganar velocidad, lo alcanzó a duras penas y con el último impulso de su extenuante carrera logró encajarle el palo en la bisagra del alerón derecho. El hombre de la cabina se maldijo al notar que el mecanismo había quedado bloqueado. Ahora no podría despegar. Antes tendría que eliminar a su enemigo y desatascar el alerón. Redujo las revoluciones del motor, cortó gas, se soltó de las correas que lo ataban al asiento y descorrió la carlinga.
Rudolf se había situado frente al aparato, las piernas ligeramente abiertas y afirmadas en el suelo, y le apuntaba con la pistola al ladrón.
—¡Sal inmediatamente del aparato! —le gritó—. ¡Sal inmediatamente o disparo!
El hombre de la cabina tenía la cabeza cubierta con un gorro de cuero de piloto, del modelo ruso parecido a una cofia. Volvió la cabeza para mirarlo.
Rudolf se quedó petrificado por la sorpresa.
—¡Tú… tú eres Yuri Petrovich Antonov!
—Y tú eres Rudolf von Balke.
Yuri Antonov no tenía elección. Con el alerón derecho inmovilizado por una estaca, el aeroplano no podía despegar. Sólo tenía una opción: eliminar a Rudolf.
—Está bien —concedió—. ¡Tú ganas!
Y fingiendo que se soltaba de las correas que lo fijaban al asiento agarró su pistola. Cuando la extrajo de la funda notó al tacto que la bala del moro la había dejado inservible, torcida como una pipa. Abandonó la carlinga. Rudolf von Balke seguía encañonándolo con su arma. Estaba tan enfurecido que le temblaba la mano. La perspectiva de que el enemigo pudiera arrebatarle, ante sus propias narices, el proyecto secreto más celosamente guardado de Alemania, lo horrorizaba.
—¿Qué haces tú aquí?
Yuri Antonov sonrió con su ancha sonrisa rusa. Bajito, y con el gorro de vuelo abierto, parecía la caricatura de un esquimal.
—Intentaba probar tu Stuka —bromeó.
—¿Cómo sabíais que el avión estaba aquí?
El ruso acentuó la sonrisa pero se abstuvo de responder. La respuesta se abrió paso por sí misma, dolorosamente.
—¡Carmen…! —murmuró Rudolf.
Los dos antiguos amigos estaban a dos metros de distancia. El arma de Rudolf apuntaba a la cabeza del ruso. Se contemplaban desconocedores de cuál iba a ser el próximo paso. En aquel momento unas balas perdidas zumbaron cerca y Yuri aprovechó la momentánea distracción de su enemigo para huir. Rudolf disparó un par de veces. Una de las balas le abrió al ruso una brecha en el relleno de guata de la hombrera, sin mayores consecuencias. Un tercer disparo dio en un tronco. El fugitivo se perdió entre los árboles.
No volverían a encontrarse hasta nueve años más tarde, en el aire.