Los dos legionarios avanzaban agachados con cuidado de no asomar por encima de los arbustos. Una gran roca les cerraba el paso; pero un senderillo medio borrado por la acumulación de ramas y hojas secas parecía conducir a la parte de arriba.
—¡Por ahí! —señaló el que iba delante.
Comenzaron a ascender. A medio camino se toparon con dos milicianos que bajaban en dirección contraria, un sargento y un cabo. En la punta de los mosquetones brillaban las bayonetas finas y largas. Los cuatro hombres se quedaron mirándose a diez metros de distancia, perplejos e irresolutos.
—¡Rojillos cabrones! —reaccionó el legionario que iba delante—. ¡Vamos a ver si tenéis huevos!
Dispararon los cuatro casi al unísono. El sargento Juan de Lenin Cazalilla recibió un balazo en el corazón y murió antes de llegar al suelo. Al verlo caer, su compañero, el cabo Eufrasio Escañuela, profirió un alarido inhumano e inició la carga cuesta abajo mientras manipulaba el cerrojo del mosquetón. Los legionarios le salieron al encuentro. Hicieron dos nuevos disparos, que fallaron, y llegaron al cuerpo a cuerpo. El cabo Eufrasio atravesó el pecho del primer legionario y cayó sobre él. Intentaba extraer la bayoneta cuando sintió los rigores de su propia muerte, confundida con los estertores del enemigo vencido. El otro legionario lo había ensartado desde el cuello, tórax abajo, hasta la boca del estómago. El Cabo Tararí sintió una quemazón en los pulmones, se le nubló la vista y, con un último atisbo de conocimiento, comprendió que había perdido la partida.
Y el avión seguía sin sonar.
—No era fácil —acertó a murmurar.
La bóveda de los árboles era una corona verde a través de la cual brillaba el cielo luminoso y azul.
—¿Qué dices?
Su verdugo se había arrodillado y le escrutaba el rostro con el suyo duro, atezado y surcado de arrugas.
El moribundo intentó levantar el puño.
—¡Viva… la Libertad! —exhaló con el último aliento.
Restallaban los disparos en el encinar y los pájaros sobrevolaban las copas de los árboles en despavoridas bandadas.
—¡Tus muertos! —replicó el legionario.
Torres Cabrera le había aplicado varios puñados de hierba seca a la profunda herida del legionario Santiago, pero la sangre seguía manando del vientre. Reclinó contra su pecho el rostro moreno del que huía el color y le sostuvo los brazos para favorecer la respiración. El moribundo vomitó un cuajaron de sangre y reclinó la cabeza exangüe.
El legionario Santiago Laguardia, gallego de Cambados, había muerto.
Más arriba, la ametralladora comenzó a disparar su último cargador.