El quinto disparo del tirador de primera Santiago Laguardia acertó al miliciano Abundio Martos en el ojo izquierdo y le voló la tapa de los sesos debajo de la gorrilla cuartelera. Al auxiliar de tiro Bartolomé Linares le salpicó en la cara la sangre de su compañero. Le faltó tiempo para cargar con la ametralladora y abandonar aquella posición para parapetarse una docena de metros más abajo detrás de un tronco horquillado. Quedaban tres cargadores completos y aquello no tenía dazas de acabarse. «¿Qué hace el cabrón del ruso que no arranca el avión?».
Introdujo un cargador. Le apuntó a la pila de madera que veía a la izquierda de la casa. De allí le había parecido que salían los disparos. Abrió fuego.
Una bala le silbó cerca de la oreja y quebró una rama mediana.
«¡Ese cabrón ya sabe dónde estoy!», pensó el miliciano Linares, y le dirigió una furiosa ráfaga.
En medio del fragor de los disparos sonó un petardeo distinto. Cazalilla y Eufrasio se miraron y sonrieron. Por fin, el avión.
—En cuanto levante el vuelo, a recoger el petate —dijo Eufrasio.
Cazalilla no dijo nada, pero tenía el barrunto de que tal como se habían puesto las cosas iba a ser difícil recoger el petate.
—Para mí que hay más legionarios de los que hemos visto —supuso el cabo Eufrasio—. Todo ese tiroteo no lo lían tres o cuatro.
El sargento no opinó.
—Yo creo que nos estaban esperando —insistió el cabo.
—Puede que sí.
—¿Qué hacemos?
—¿Qué coño vamos a hacer? —dijo el sargento malhumorado.
—Irnos. Aquí ya no arreglamos nada.
Juan de Lenin miró de hito en hito a su subordinado.
—Vete tú, si quieres. A mí no me van a hacer chaquetear ésos. ¡Para cojones yo!
—No sabemos cuántos son. Pueden ser muchos.
El sargento Cazalilla se quedó pensando. Se imaginó regresando al regimiento con las manos vacías, se vio dando el parte al teniente Peláez, que lo recibiría con el palillo de dientes en la comisura de la boca y la sonrisilla de ya sabía yo. Se imaginó en la cama con la Pechos, después de que otros le hubieran ido con el cuento de que su héroe había regresado sin hombres y sin ametralladora, con las orejas mojadas porque había muchos legionarios.
Suspiró Cazalilla.
—¿Sabes lo que te digo?
—¿Qué?
—Que ya he vivido bastante. A mí no me moja la oreja un fascista. —Apretó los dientes hasta que rechinaron y añadió entre lágrimas—: ¡No me la moja ni Dios!
—¡Nos van a matar, Juan de Dios!
—¡Nos van a matar, no; vamos a morir, que no es igual! Y tú si quieres ponte a salvo y sigue desfilando con los reclutas, que es lo tuyo.
El Cabo Tararí acusó el golpe. Bajó la cabeza y permaneció pensativo. Una bala perdida segó las ramas altas, desprendiendo algunas hojas. El sargento replicó con otro disparo. Eufrasio emitió un suspiro resignado.
—¿Qué pasa? ¿No te vas?
Eufrasio Escañuela Morcillo, el Cabo Tararí, abrió dos veces la boca para decir algo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Apretó las mandíbulas y tragó saliva.
—¡Vamos a morir como buenos, Juan de Dios! —propuso con voz emocionada—. ¡Van a ver esos cabrones los cojones que gastamos!
Y agazapándose detrás de una encina corrió el cerrojo, introdujo un proyectil en la recámara, apuntó y disparó.
Todo el valle retumbaba de disparos y ecos.