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Como una de esas láminas coloreadas de felinos que ilustran la Enciclopedia Soviética, el Stuka inspiraba belleza y fiereza. Su acabado diseño poseía fuerza y robustez en mayor medida que cualquier otro avión que Yuri conociera, y conocía muchos. Fascinado por el aparato, se le acercó casi con recogimiento sacramental, indiferente al tiroteo. Pasó ambas manos por la superficie del ingenio. Dormidos bajo aquella brillante piel pespunteada de remaches se adivinaban los poderosos músculos, los fuertes tendones, la osamenta potente, la agazapada muerte que dormía en aquel halcón tranquilo. ¡Un avión feo y fuerte, capaz de decidir la suerte de una guerra! Yuri sintió un estremecimiento al imaginar en el aire decenas, cientos de aviones como aquél. Lo fue rodeando sin dejar de tocarlo. Contempló las alas anchas y robustas, el pasillo de goma por el que el piloto accedía a la cabina con la pintura del borde descascarillada por las pisadas, las docenas de portillos que daban acceso a las entrañas del avión, los tubos de escape potentes y anchos a ambos lados del motor, de los que partía una amplia tiznadura de gasolina quemada que se prolongaba hasta la mitad de la carlinga. Vio las manchas de aceite que salpicaban desde los respiraderos del motor y que estaban calcinadas en los puntos donde las alcanzaban los gases incandescentes de los tubos de escape. Notó alrededor de cada tornillo el arito sin pintura, resultado de atornillar y desatornillar, notó la enrevesada maraña de rayas que las llaves inglesas habían dejado en torno a las tuercas, vio, en fin, la pulsión de la vida en aquella máquina creada para la muerte.

El miliciano Próculo lo seguía en silencio. Cuando estuvieron bajo el capó, Yuri le mostró la manivela de arranque.

—Cuando esté arriba, te agarras aquí y le das vueltas con fuerza. Es lo mismo que arrancar un camión.

—Eso está hecho, mi capitán.