Rudolf y Carmen se estaban besando, el dormitorio en penumbra, las contraventanas cerradas, la bandeja del desayuno en el suelo, cuando sonaron tres tímidos golpes en la puerta. Se quedaron inmóviles y miraron la puerta, cuyo cerrojo estaba echado.
Rudolf preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, don Rodolfo —sonó la voz nerviosa de Nicasio—. Usted perdone, pero es que hay abajo un hombre con tres legionarios que quiere hablar con usted. Dice que es muy urgente.
—Está bien. Dígale que ahora mismo bajo.
Carmen se alarmó.
—¿Qué puede ser?
—No tengo ni idea. Seguramente cualquier tontería —la tranquilizó Rudolf saltando de la cama—. En un momento lo despacho y regreso. Espérame acostada.
Se vistió con el mono de pilotar y salió de la habitación.
Rudolf conocía a Torres Cabrera de verlo chatear en el bar del hotel Cristina.
Torres Cabrera hizo el saludo reglamentario.
—Capitán, siento venir a molestarlo a su casa, pero hay un asunto que no permite aplazamiento: sospechamos que la mujer que está con usted es una espía de los rojos.
—¡Qué dice usted! —Rudolf saltó como un resorte—. ¡Cómo se atreve!
—El periodista que la trajo a Sevilla, el húngaro, es un conocido agente comunista —explicó—. Lo han descubierto esta mañana y se encuentra en paradero desconocido. Esta mujer debe de ser su cómplice. Sospechamos que está suplantando a Carmen Rades de Andrade. Vengo a detenerla. Si colabora usted, le garantizo que su buen nombre quedará al margen del asunto.
—¡Lo que me dice es una sarta de despropósitos!
—¡Eso ya se verá cuando la interroguemos! —replicó Torres Cabrera con firmeza.
—¡Ustedes no van a interrogar a nadie! —repuso el piloto—. La señorita Rades de Andrade es mi invitada. Nadie la va a molestar.
Torres Cabrera miró a los ojos a Von Balke.
—Sintiéndolo mucho —desgranó las palabras—, en ese caso me la tendré que llevar por la fuerza.
El delegado gubernativo puso un pie en el primer peldaño. Von Balke le cerró el paso irguiéndose ante él con su corpulencia de torre.
—¡Usted no hará eso!
—¡No intente evitarlo! —advirtió Torres Cabrera apuntándole con el índice a la cara—. Me he traído un piquete de legionarios.
Se disponía a llamar a sus hombres cuando Carmen apareció en el descansillo superior de la escalera.
—¡Eres tú! —exclamó Torres Cabrera al reconocerla.
El sargento Cazalilla y sus tres milicianos tomaron posiciones cerca del pajar, a cien metros de la casa. Ciríaco Lahiguera, Próculo Alcalá y el piloto ruso descendieron hacia el Stuka sin abandonar el encinar, dando un gran rodeo por una vaguada que los ocultaba de la vista de la casa. El plan era sencillo: Yuri ponía a punto el aparato y comprobaba los niveles de combustible. Los milicianos le ayudaban a poner en marcha el motor, dándole a la manivela. Cuando arrancara el motor cundiría la alarma y todavía el aparato necesitaría entre tres y cinco minutos para despegar. Durante ese tiempo, el pelotón del sargento Cazalilla por un lado y Abundio Martos con la ametralladora por otro batirían todos los accesos de la casa y mantendrían a raya a los fascistas. Había que evitar que dispararan contra el avión durante el despegue.
Abundio había recibido instrucciones precisas de Cazalilla.
—En cuanto los de la casa asomen la jeta, tú les metes un peine entero sin levantar el dedo del gatillo. Que crean que el mundo se acaba. Luego sigues tirando a las puertas y a las ventanas, en ráfagas cortas, apuntando bien, y antes de que empiecen a sacudirse el canguelo ya tenemos el aparato en el aire. Entonces —lanzó una mirada circular al resto del grupo— nada de hacerse el macho: nos replegamos ordenadamente a la cota de la cabra sin dejar de tirar y cuando estemos bien emboscados perdemos el culo corriendo porque se nos va a venir encima todo el ejército de Queipo.
Pero las cosas no salieron tan derechas como el sargento pensaba. Uno de los guardas moros merodeaba por la espesura frente a la casa recolectando bellotas y descubrió a tres desconocidos que se acercaban al avión en actitud sospechosa, con latas grandes y armados con fusiles. Inmediatamente montó su carabina, se la llevó a la cara y apuntó cuidadosamente al más retrasado.
—Mis sospechas se confirman, capitán —dijo Torres Cabrera—. Yo conozco a esta mujer. Se llama Carmen Albaida. Es de ralea comunista. Yo mismo mandé fusilar a su padre y a su hermano hace un par de meses.
Rudolf miró a su amada, que contemplaba la escena desde la escalera.
—Carmen, dile a este loco quién eres.
La muchacha se apoyó en la baranda. El corazón le latía tan de prisa que estaba a punto de desmayarse. ¡De nuevo en manos de Torres Cabrera!
—Soy quien dice —confesó con un hilo de voz.
Rudolf boqueó como si le faltara el aire. Contempló a Carmen con ojos espantados, incrédulo.
—Nos vemos otra vez, Carmelilla. —Torres Cabrera se dirigió a la joven con una repugnante sonrisa. Le recorrió el cuerpo con una mirada lasciva y notó que iba vestida con una bata de cama—. Veo que no le has perdido el gusto al triquitraque —observó—. Luego recordaremos viejos tiempos. Ahora baja, que nos vamos.
El legionario hizo ademán de ir al encuentro de la joven.
—Esta mujer está bajo mi protección, en mi casa —advirtió Rudolf interponiéndose—. No se la va a llevar.
Torres Cabrera se creció y miró al alemán con infinito desprecio. Luego se volvió chulescamente hacia la entrada y le gritó a sus hombres:
—¡A mí la Legión!
En aquel momento el moro que había descubierto a los intrusos merodeando cerca del Stuka apretó el gatillo. La bala atravesó limpiamente el pecho del miliciano Ciríaco, que se desplomó vomitando sangre.
Aquel tiro resonó en todo el valle y desató el pandemónium.