Los milicianos Bartolomé Linares y Eufrasio Escañuela, armados con sus bayonetas, se aproximaron a la cerca de mampostería medio desmoronada. Bartolomé se despojó de la gorrilla cuartelera y la guardó en un bolsillo. Se asomó con precaución por una brecha entre dos piedras. El moro alto había terminado con la cabra y cedía su puesto al otro. Estaban a unos quince metros de distancia.
Bartolo puso la mano en el hombro de su compañero, que lo miró a la cara. Le hizo un gesto con la cabeza.
—Ahora.
Sin pensarlo dos veces saltaron la cerca de piedras. Crujió una rama seca bajo la alpargata de Eufrasio. El moro que agarraba a la cabra levantó la cabeza y lanzó una maldición al descubrir a los intrusos. El otro iba a volver la cabeza cuando se la sintió asida por una mano grande y fuerte mientras que una hoja agria y afilada le seccionaba la tráquea y la yugular de un tajo. Murió sin advertir lo que había ocurrido. El otro musulmán corrió parecida suerte. Bartolomé Linares le hundió la bayoneta en el vientre cuando intentaba desenvainar la gumia. Bartolomé Linares tiró con fuerza hacia arriba y el filo de la bayoneta se abrió paso hasta el esternón. El moro cayó de rodillas tan pálido como su tez ceniza le permitía y con ojos vidriados por la muerte se contempló el paquete intestinal que le colgaba hasta el suelo. Reclinó la cabeza, murmuró una plegaria a Alá y murió.
—¡Fíjate lo que trae la jodienda, Bartolillo! —moralizó el miliciano Eufrasio mientras limpiaba su bayoneta en la chilaba del difunto.
Bartolomé registró los cadáveres. Además de la munición reglamentaria, las faltriqueras marroquíes contenían una tablilla con inscripciones coránicas, varias sortijas, algunos dientes de oro, media docena de relojes y sendas placas troqueladas con la inscripción «Guarda Jurado».
Otros dos centinelas moros vigilaban los accesos por el arroyo, al otro lado de la nava. Estaban acuclillados debajo de un pino, charlaban y se pasaban un cigarro.
—Estos le están pegando a la grifa —dijo Cazalilla después de observarlos largo rato con los prismáticos.
—¿Cómo lo sabe, sargento? —preguntó Yuri Antonov.
—Porque se ríen mucho, mi capitán.
—¿Cómo te parece que hagamos el asunto, Juan de Dios? —preguntó Jacinto—. No podemos esperar todo el día.
El sargento pasó por alto que el otro lo llamara Juan de Dios. Era de su pueblo y no se acostumbraba al reciente cambio de nombre por Juan de Lenin.
—La cosa tiene mala folla, Jacinto —farfulló el sargento sin dejar de observar el campo—. Están en alto y no va a ser fácil acercarse a ellos. Mejor será que esperemos un poco a que se descuiden.
Tuvieron que aguardar un buen rato hasta que los vieron dormitar a la sombra del pino, cogidos de la mano.
—¡Ya está! —decidió el sargento—. A ver, Cosme y Jacinto, éstos son vuestros.
Desde su observatorio, detrás de una carrasca vencida, Yuri Antonov observó con la ayuda de los prismáticos el degüello de los dos centinelas. Limpia y profesionalmente.
Desde la cresta del cerro el Cabo Tararí hacía señales agitando los brazos. Todo despejado, avanzad. Cosme y Jacinto aligeraban las faltriqueras de los cadáveres. Más anillos y más relojes, más dientes de oro, media docena de medallas de plata y una pulsera de oro.
Desde un altozano, a trescientos metros de la casa, contemplaron la hacienda El Espinar. La chimenea humeaba. Una mujer entrada en años y en kilos echaba de comer a las gallinas en la zona de servicio. Por lo demás, la casa parecía tranquila. Yuri examinó el campo con los prismáticos escudriñando cada matorral en torno a una explanada que era evidentemente la pista de aterrizaje. Al final lo descubrió: el morro de un Stuka asomaba a la sombra de unas potentes encinas, bajo la red de camuflaje. Del otro Stuka no había ni rastro.
—Páseme los anteojos, mi capitán —urgió Cazalilla.
Yuri le entregó los binoculares. El sargento enfocó la carretera de acceso.
—¡Coño, la cosa se complica! —exclamó.
Llegaba un automóvil, un turismo negro, que se detuvo a la sombra de un cobertizo, junto a la entrada principal. Descendieron un oficial y tres soldados provistos de cartucheras y mosquetones. Vestían pantalones caquis abotonados a lo largo de la pierna y camisas verde botella muy abiertas por delante mostrando la pelambre del pecho.
—¡Legionarios!
Los milicianos observaban en silencio.
—¿Se habrán olido algo? —preguntó el Cabo Tararí.
—No creo. Vamos a esperar un rato a ver si se van.
Los legionarios no se marchaban. El sargento Cazalilla decidió que no podían aguardar más sin poner en peligro la misión. Distribuyó a sus hombres.
—Abundio: tú, con el fusil ametrallador, te pones en aquellas piedras y desde allí nos cubres. Que vaya contigo Bartolomé para pasarte los cargadores. Y no se os ocurra pegar un tiro antes de que empiece el fregado. ¿Estamos?
—Estamos, mi sargento.
—Y ahora tú, Eufrasio, y tú, Cosme, y tú, Jacinto, venid conmigo a la casa.
—El ruso no tiene más que ir al avión en cuanto esté despejado el campo. Vosotros, Ciriaco y Próculo, vais con él, le lleváis las latas de gasolina y le ayudáis con el motor. ¿Estamos?
El anciano casero salió al encuentro de los visitantes.
—¡Tengo que ver inmediatamente al capitán Rudolf von Balke! —le comunicó Torres Cabrera—. Es muy urgente.
—Todavía está acostado —respondió el casero un poco amedrentado por la escolta armada—. Espere usted que en seguida le aviso.
Mientras el casero cumplía su recado, Torres Cabrera se volvió hacia sus hombres.
—Vosotros aguardáis en la puerta, con los ojos bien abiertos —ordenó—. A lo mejor tenemos jaleo.
Los legionarios saludaron llevándose la mano derecha al hombro opuesto y salieron.