Yuri Antonov tenía motivos para estar de pésimo humor. En el trayecto de Madrid a Almadén, aunque viajaba en un automóvil oficial del Ministerio de la Guerra, había sufrido al menos cincuenta controles de carretera, con petición de documentación y hasta, a veces, registro minucioso del vehículo y llamadas telefónicas al ministerio para confirmar la identidad de los ocupantes. En uno de los controles incluso le habían exigido que pronunciara algunas frases en ruso, pero al indocumentado que ostentaba el mando le sonaron a alemán e intentó arrestarlo. Con estos contratiempos tardaron dos días en recorrer un camino que normalmente sólo hubiera llevado ocho o nueve horas. Yuri Antonov comenzó a albergar sus dudas sobre el resultado de la expedición e incluso sobre el resultado de la guerra misma. «Si los mejores soldados de la República son éstos, aviados estamos», pensó.
Su impresión no mejoró cuando conoció a los hombres que lo acompañarían en la operación, unos desharrapados a los que encontró enzarzados en una trifulca sobre a cuál de ellos correspondía la ametralladora que les habían asignado. Finalmente el sargento Cazalilla resolvió salomónicamente.
—¡El que saque la paja más corta!
También hubo que echar pajas para decidir los turnos de transporte de dos latas de gasolina de veinticinco litros que iban a llevar consigo, por si el avión que iban a robar necesitaba combustible.
El comando de milicianos que acompañaba al piloto ruso partió de Villaviciosa, en la Sierra de Córdoba. Hicieron la primera etapa en una camioneta de la FAI que los trasladó por carril hasta la casería del Pajarón. Desde allí tenían que continuar a pie en dirección suroeste, sierra a través, esquivando la finca de San Calixto, donde se sospechaba que podía haber avanzadillas fascistas, y seguir por la sierra del Lorito, considerada paraje razonablemente seguro, hasta dar con la Casa de Viñuela.
Juan de Lenin había sido convenientemente aleccionado por dos oficiales de Estado Mayor con ayuda de mapas a escala 1:50 000. El capitán soviético, vestido con ropas civiles, no estaba integrado en la cadena de mando y actuaría como mero observador hasta que le llegara la hora de intervenir.
En dos días, tomando precauciones, el grupo de milicianos alcanzó la loma del Pingano, tal como estaba previsto.
—Me esquiváis San Nicolás del Puerto —había advertido el teniente coronel— porque puede haber fascistas, dais un rodeo por el Madroñal, dejando Cazalla de la Sierra al sur, y caéis sobre La Cartuja atravesando el arroyo de San Pedro.
—¡Sus órdenes!
Al cuarto día de marcha pernoctaron al resguardo de una choza de pastores, en el pago de Navahonda, estribación sur de la Sierra. Era una noche sin luna y el campo estaba tan oscuro que no se veía a dos palmos. El aire denso olía ajara y brezo, a romero y tomillo. Sobre el clamor general de los grillos, se percibía el ulular acompasado del buho. Yuri Antonov permaneció largo rato echado sobre la paja seca en una era abandonada, contemplando el cielo estrellado. Al ruso el cielo despejado y sereno le recordaba cierta noche en Leningrado, años atrás, en que la felicidad era como tocar el cielo. ¿Dónde estaría Maika? ¿Lo recordaría todavía?
Pensó también en Rudolf, su antiguo amigo al que, a pesar de todo, no conseguía odiar. Y en Carmen. ¿Qué sería de ella cuando robasen el Stuka? Habría averiguaciones. Si no lograba escapar y refugiarse en zona roja, seguramente la descubrirían.
Se quedó dormido con esa preocupación.
Reanudaron la marcha antes del amanecer y atravesaron el encinar remontando el arroyo de San Pedro. Yuri había estudiado cuidadosamente los mapas. Estaban a cinco kilómetros del punto señalado como El Espinar, el aeródromo secreto.
—Cuando lleguemos a lo alto de aquella loma —señaló el sargento—, nos detenemos hasta que localicemos la vigilancia. No sea que nos vean ellos primero y se joda todo.
—¡Sus órdenes!
Torres Cabrera se sirvió un vaso de aguardiente Bombita y bebió un largo trago. Le reconfortó sentir en la garganta y en el estómago la agradable quemazón. Era su manera de iniciar el día.
Delante del balcón, Torres Cabrera reflexionaba. Así que el enano húngaro, el tal Arthur Koestler, había resultado ser un espía de los rojos.
—¡Me cago en su puta madre! —Rechinó los dientes con ira contenida mientras la mano apretaba el vaso como si quisiera hacerlo estallar—. ¡Nos la ha metido doblada el gorgojo ese, con la de ocasiones que he tenido de echarle el guante y lo poco que me gustaba el tipo!
Toda la mañana continuó rumiando el caso del húngaro, como si estuviera buscando algo y no supiera exactamente qué. Un cabo suelto de cuya existencia su instinto le avisaba. Sí, pero ¿cuál? Cerca del mediodía, saliendo de despachar rutinariamente con Queipo, cayó en la cuenta de lo que era.
—¡Pues claro! —Se detuvo bruscamente en el patio y se amagó una palmada en la frente—. El enano se presentó en Sevilla con esa señorita Rades de Andrade. Habían venido juntos de Lisboa. Quizá conviniera interrogar a la chica. Además estaba el desaire que le hizo a doña Angustias negándose a recibirla.
—A esta pajarita no le vendría mal una lección de modales —pensó—. Y, por otra parte, tiene que explicar cómo y en qué circunstancias conoció al espía húngaro.
Torres Cabrera se asomó a la puerta y llamó a su secretario, el que mecanografiaba las listas de los sentenciados.
—¡A ver, Valenzuela! Cógeme ahora mismo tres legionarios bragados, uno que sea Santiago Laguardia, que tiene carnet de chófer, los otros dos me da igual. Bragados y con equipo de campaña.
—¡Sus órdenes, señor delegado!
—Vamos a ir a La Cartuja. Y tú te quedas aquí a la expectativa, ¿entendido?
—¡Sus órdenes, señor delegado!
Una leve claridad rescataba de la oscuridad nocturna el perfil sinuoso del monte vecino. Pronto amanecería y tendrían que avanzar precavidamente. ¿Dónde estarían los ocho centinelas moros de los que hablaba el informe de Manzanilla? Quizá ya habían advertido su presencia y les estaban preparando una emboscada. Un escalofrío recorrió la espalda del sargento Cazalilla.
—¡Pues no que tengo frío!
—Yo también tengo frío —admitió el Cabo Tararí.
—Eso es el relente nocturno de la noche, que es muy malo —aseveró el miliciano Abundio.
Cuando llegaron al punto indicado comenzaba a clarear. Se detuvieron detrás de un roquedo, destacaron dos centinelas y comieron en silencio sardinas en lata y tasajo de tocino. Luego prosiguieron la marcha hasta llegar a una nava desde cuyo promontorio septentrional se divisaba el valle del río Viar y la sierra Bajosa.
El Cabo Tararí estudió el campo con los prismáticos.
—¡Hostia! —exclamó fijándolos en un punto—. ¡La hostia! —insistió.
—¿Qué ves? —El sargento hizo por arrebatarle el artefacto, pero el Cabo Tararí lo rechazó con el codo.
Los hombres se habían agrupado a su alrededor, expectantes.
—¿Qué coño ves, Eufrasio? —insistió Cazalilla—. ¿Los fascistas?
—¡Sí, fascistas…! —repuso con sorna el Cabo Tararí—. Allí, a la derecha, detrás del álamo negro… —indicó al suboficial pasándole los prismáticos.
El sargento enfocó lo que había llamado la atención del cabo, y cuando captó la imagen, exclamó.
—¡Coño!
Dos moros de turbante y chilaba estaban copulando con una cabra.
—¡Joder, se la está follando! —explicó el sargento Cazalilla—. ¡Y menudo pollón gasta el tío! —ponderó con admirativa repugnancia.
En seguida todos quisieron ver.
—¡Déjeme, mi sargento!
—¡No, déjeme a mí!
—¡Mi sargento, déjeme a mí, que yo he llevado la ametralladora más rato que ninguno! —protestó Ciriaco Lahiguera.
—¡Que se respete la cadena de mando, mi sargento, ahora me toca mirar a mí! —intervino el soldado de primera Abundio Martos.
—¡Os queréis callar, mamones! —impuso silencio el sargento, sin apartar los ojos de los prismáticos—. ¡Esto es una misión de guerra! ¡No estáis en la Venta de la Liendres!
Guardó silencio la tropa. El sargento cedió los prismáticos al soldado de primera clase Abundio.
Yuri Antonov lo presenciaba todo y se rascaba debajo de la gorra, perplejo.
—¡Coño! ¡Qué barbaridad, menuda herramienta gasta el moro! —corroboró Abundio.
Cazalilla se impacientaba. Consultó el reloj.
—Bueno, ya está bien. Que aquí no hemos venido a ver el pollón del moro.
Protestaron los que no habían tenido acceso a los prismáticos.
—¡… y si continuáis alborotando, haré constar en el informe que además de indisciplinados sois maricones! —amenazó el sargento.
—¡Un fascista, lo que digo yo! —comentó como para sí el miliciano Cosme Villanueva con una voz perfectamente audible.