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El sargento Kolb y los otros dos mecánicos habían aprovechado la forzosa pausa para marcharse a Sevilla, en busca de emociones. Kolb se había encaprichado con una viuda fortachona que le preparaba estupendas fuentes de gazpacho.

—Esa mujer te dobla la edad —le había dicho el cabo mecánico Bothmer.

—Ah, Otto: cuando madures descubrirás que los instrumentos viejos dan las mejores melodías.

El caso es que todos se habían ausentado y en El Espinar sólo quedaban los caseros y los moros invisibles que guardaban la finca. El propio Rudolf quitó los calzos de las ruedas del Stuka, comprobó los niveles y consiguió que uno de los marroquíes accionara la manivela del capó hasta que las palas de la hélice se pusieron en movimiento y el motor comenzó a ronronear acompasadamente, extendiendo su trepidación a todo el aparato.

El piloto le indicó al moro que extrajera la manivela del capó y, abandonando su asiento, ayudó a su pasajera a acomodarse en la angosta cabina. Carmen volaría de espaldas, mirando a la cola, en el lugar del ametrallador que normalmente ocupaba Kolb. Se había puesto el gorro de vuelo, y Rudolf le había ajustado convenientemente el laringófono contra la suave piel de la garganta.

—Ya ves que el motor hace un ruido de mil diablos, pero cuando hables, el sonido de tu garganta se transmitirá por medio de este cable hasta las orejeras de mi gorro de vuelo.

El piloto regresó a su asiento y cerró la carlinga. Realizó la prueba de sonido.

—¿Me escuchas bien?

—Muy bien.

—Pues vamos allá.

Rudolf ajustó los alerones y el compensador vertical y reafirmó los pies sobre los pedales del timón de dirección.

—Esperaremos un par de minutos para que los componentes del motor alcancen la presión correcta y el aceite ascienda a la temperatura adecuada —sonó la voz deformada y metálica de Rudolf en los oídos de Carmen, y luego, después de unos minutos—: Ahora iniciamos la maniobra de despegue.

Dio gas y el aparato comenzó a moverse. Primero giró lentamente hasta que el morro estuvo aproado en la dirección de la pista sobre el aspa de cal que marcaba el centro.

—Ahora hago la prueba de las magnetos —informó Rudolf—. Aumento las revoluciones al máximo y cambio de la fuente principal eléctrica, es decir, las bujías, a la alternativa, para volver luego a la principal. Sin novedad.

Dio gas y comenzó a trotar por la pista mal aplanada. Carmen tragó saliva.

—Hay suerte: tenemos viento de cara —comentó Rudolf—. ¡Allá vamos!

Accionó la palanca del motor para aumentar la potencia. Rugió el aparato como una fiera castigada con el acicate y rodó a mayor velocidad.

—Tengo que presionar un poco el pedal derecho para contrarrestar el efecto del giro de la hélice —seguía diciendo Rudolf—. Esto no es tan notorio en las avionetas.

Carmen recordó:

—No, en la Curtiss que yo pilotaba, la desviación a la izquierda no es muy importante.

Cuando ganó alguna velocidad, Rudolf empujó suavemente la palanca de mando. Los estabilizadores tiraron de la cola levantándola del suelo y el avión se deslizó horizontalmente sobre las dos ruedas. Comenzaba la aceleración final para el despegue.

Carmen contemplaba con asombro el efecto visual de los árboles huyendo hacia atrás a ciento treinta kilómetros por hora. Un momento después el piloto tiró suavemente de la palanca y el avión abandonó el suelo con un desperezo de gaviota y continuó en línea recta como si flotara en el aire. Carmen experimentó una sensación de ingravidez en el estómago. Respiró profundamente. El avión volaba sobre las copas de los árboles e iba alejándose de la tierra.

—¿Qué tal ahí detrás? —sonó metálica la voz de Rudolf a través del laringófono.

—Estupendamente. Es extraño despegar mirando a la cola, pero me siento muy feliz. Suena bien este aparato.

—Es una maravilla. Muy bien, mantengamos ahora altura y rumbo.

Desde el sur se aproximaba una masa de nubes algodonosas.

—¿Quieres saber cómo es el cielo?

—¿El cielo?

—El cielo de los angelitos.

—Sí.

Rudolf maniobró para internarse en una nube. Al momento desapareció el paisaje y Carmen se vio inmersa en una niebla tan espesa que parecía algodón. El agua chorreaba por los cristales. Algunas gotas heladas se colaron a través del cierre y le salpicaron las manos.

—¡Es maravilloso! —acertó a decir.

—¿Mejor que volar en la Curtiss?

—Bueno, es… distinto. Tienes una sensación de mayor potencia. —Hizo una pausa y añadió—: Me gustaría saber qué se siente en un picado.

Rudolf se lo pensó.

—Puede resultarte desagradable.

—Lidia Zviéreva los hace en sus exhibiciones —replicó Carmen con un calculado tono de travesura—. No creo que sea tan desagradable.

—Este avión es muy pesado —objetó Rudolf.

—Pero tú los haces cuando te entrenas.

—Sí, llevo meses haciéndolo —reconoció el piloto. Luego pensó: «Por otra parte, ¿acaso no fue una mujer, Hanna Reitsch, la primera que probó los frenos de picado?». Recordaba aquella hazaña a la que había asistido como espectador, en la escuela de aerolíneas de Stetting.

—De acuerdo —concedió—. Vamos a picar, pero antes me elevaré un poco más.

Rugió el motor y la aeronave giró lateralmente iniciando un suave viraje. Había salido de la nube y bajo el ala inclinada se divisaba el campo pardo y las manchas verde oscuro de la arboleda. Carmen veía empequeñecerse la tierra allá abajo: los caminos, las veredas, los montes cruzados de sendas, las ruinas de antiguos cortijos, las chozas de pastor techadas con lajas de piedra, las cicatrices ocres de las canteras abandonadas.

—Recuerda que vas a tener dos sensaciones casi seguidas —avisó la voz metálica de Rudolf por los auriculares—: el «velo rojo» mientras descendemos y el «velo negro» al comienzo del ascenso.

Ya habían alcanzado la altura adecuada. Rudolf observó un amplio valle a la derecha. Torció para situarse en su vertical.

—¿Preparada?

—¡Sí!

—¡Allá vamos! Primero cierro las persianas del radiador… Ahora anulo el corrector de altura… Ahora inclino el aparato a la izquierda… ¡No te asustes: recuerda que te sostiene el cinturón!… Ahora picamos hasta un ángulo de setenta grados.

Rugía el motor. El asiento de Carmen se elevó bruscamente y ya sólo vio cielo azul y distantes nubéculas. Una fuerza misteriosa la arrancó del asiento y la hubiera proyectado contra la ventana circular de la carlinga de no estar sujeta por fuertes correas. Carmen notó la presión de la sangre en el cerebro y vio oscurecerse el cielo, como si de pronto se encapotara.

—Tengo el anemómetro a trescientos cincuenta…, a cuatrocientos…, a quinientos kilómetros por hora. Ahora saco los frenos de picado. Vas a oír un chirrido alarmante. No temas, que el avión aguantará.

El chasquido ensordecedor se produjo al mismo tiempo que una fuerte trepidación sacudía el aparato. Carmen, con los ojos dilatados por el pánico, dejó de oír las palabras tranquilizadoras de Rudolf. Abrió la boca para gritar, pero no emitió sonido alguno. El dolor de oídos era insoportable debido a la presión en los tímpanos. Clavó la mirada en sus nudillos, que estaban blancos, las manos aferradas al tirante de sujeción. Aterrada, cerró los ojos. Sonó un segundo chasquido aún más siniestro que el primero y salió disparada como si su asiento la hubiera catapultado, aunque las correas de seguridad la devolvieron bruscamente a su lugar. ¿Se habían estrellado? ¿Estaba viva? Cuando abrió los ojos lo veía todo ligeramente teñido de un tono púrpura, el velo rojo.

Los segundos se hicieron eternos; el rojo más intenso; el fragor del motor casi insoportable.

—¡Recupero! —tronó de pronto la voz de Rudolf.

Un chasquido horrible y el zamarreo inmisericorde, una tirantez en los hombros y una sensación de mareo. ¿Se había deshecho la máquina en el aire? La tierra volteó como una campana, desapareció el cielo y se manifestaron de golpe los tupidos encinares, los cerros rocosos surcados de sinuosos caminos, las carreteras y las casas blanqueadas, los espejeantes arroyos… ¿Se había detenido el Stuka? El nuevo golpe la proyectó hacia adelante. Un mareo y un vértigo se apoderaron de ella. Sintió náuseas. La sangre huía de la cabeza y parecía que caía la noche. «Hasta es posible que te desvanezcas momentáneamente. Entonces el altímetro dispara el mecanismo de recuperación. Ese piloto automático es nuestro seguro de vida».

Carmen volvía en sí, la tierra a sus pies, los encinares empequeñeciéndose a medida que se elevaban.

—¿Estás bien? —le llegó la voz de Rudolf.

—Sí —mintió ella.

Cuando abrió los ojos vio el paisaje ligeramente teñido de púrpura como a través de un cristal tintado: el bosque de encinas, los berruecos, los sembradíos de trigo, un olivar a la derecha, los surcos irregulares de los caminos y los riachuelos.

—Ahora recojo la palanca un poco, viro y subo —informaba Rudolf en tono impersonal—. Ya ha pasado el momento más desagradable. ¿Has visto los velos?

—Los he visto.

—¿Y qué te han parecido?

—Horribles.

—Ya te lo advertí. Rió el piloto.

—Pero una aviadora debe conocerlos.

Volaron en silencio durante unos minutos.

—Huele mucho a gasolina, ¿no te mareas? —preguntó Carmen.

—Es que vamos casi sentados en el motor y en picado ha habido que forzarlo un poco. Si tuviera cien caballos más sería perfecto. Ya están trabajando en ello y será cosa de unos meses. Además este prototipo en particular, el Antón, filtra en la carlinga algunos gases del carburador. El próximo, el Berta, tendrá corregidos todos estos fallos.

Rudolf regresaba a El Espinar. Cuando divisó el palomar a lo lejos, viró y calculó el tiempo para aterrizar.

—Volvamos a casa con un buen planeo y una buena toma.

Giró en la dirección del viento para iniciar la maniobra de aterrizaje descendiendo suavemente sobre el encinar.

—Ahora saco los alerones. —El tirón produjo un chirrido mecánico—. Ahora corto gas… Aterrizo.

El Stuka se deslizó desde la cabecera de la pista, rodó otros cien metros, saltando entre baches y protuberancias, y se detuvo con un medio giro.