Torres Cabrera abandonó su asiento detrás del escritorio y se aproximó al balcón. Era mediodía y tenía echada la pesada estera de esparto que les cerraba el paso a la luz excesiva y al calor.
—Así que el sobrino de Martin Bauer —afirmó.
—Sí, señor delegado. Esta mañana salieron los dos, a eso de las nueve —informó el hombre del traje barato y el sombrero flexible—. Él llevaba una bolsa de mano muy maja y ella iba con un sombrero de esos grandes, pamela me parece que se llama, en plan elegante.
—¿Sabes adónde fueron?
—No he de saber —se ufanó el policía—. Con cuidado que no me vieran tiré detrás de ellos con la moto y me dejaron atrás en la carretera de la Sierra norte.
—La carretera de la Sierra, ¿eh? ¿Tienes idea de adónde podían ir?
—Ni idea, pero tengo para mí que podían ir a La Cartuja.
—¿La Cartuja? —se extrañó Torres Cabrera—. ¿Y qué se les ha perdido allí?
—¿No se acuerda usted de que el tío del muchacho tiene allí un coto de caza?
—Sí, sí que me acuerdo —asintió Torres Cabrera—. Bien, vete otra vez a vigilar por si regresa hoy, y si ves que no, a eso de las doce de la noche lo dejas y me das el parte en Las Siete Puertas o en La Sacristía.
—¡A sus órdenes, señor delegado!
Iba a retirarse cuando Torres Cabrera dijo:
—¡Paco!
—¡A sus órdenes, señor delegado! Se cuadró el policía desde la puerta.
—¡Buen trabajo! Sonrió el tal Paco.
El detallado informe del primer día y los informes parciales de los días siguientes llegaron puntualmente a Gibraltar vía Manzanilla y desde allí al escritorio de Yagoda en el edificio Rossia de Moscú.
La plana mayor del NKVD estaba encantada con la espía española.
—Cuando todo haya pasado, la propondremos para una condecoración —prometió Serebryanski, que nunca había confiado demasiado en su propio plan.
A principios de noviembre, tras un mes de idilio, Carmen pudo volar, por fin, en el avión secreto. Al regresar de una misión sobre el Estrecho, durante la cual atacaron a un navío republicano, el capitán Hartmann sufrió una avería en la bomba de aceite y se vio obligado a tomar tierra en Jerez, mientras Rudolf continuaba en solitario hasta La Cartuja. Allí recibió la llamada de Hartmann.
—Se me ha fundido medio motor y tengo avería para rato. Intentarán componerlo en dos días, así que no me esperes antes. Ya sé lo que vas a hacer. Mis saludos a la señorita.
Rudolf llamaba a Carmen señorita. Le parecía que en la sonoridad de esa palabra se encerraba todo el hechizo y el misterio de las mujeres del sur: señorita.
Rudolf reservó la sorpresa para después de la cena. Entonces la besó en el cuello y en los labios y le musitó al oído:
—Volaremos mañana. Tráete tu traje de vuelo.
Carmen fingió que la noticia la colmaba de felicidad. En realidad nunca había volado y, cuanto más sabía de aviones, menos segura estaba de que le gustara volar.