Carmen anotó mentalmente la disposición del aerofreno.
—¿Y la segunda maravilla de que hablabas?
—Ésa está en la cabina.
Rudolf la ayudó a subir a la parte donde el ala se unía con la carlinga. En el fuselaje del avión había un par de entrantes que servían de escalera para ascender al ala. Las botas de los pilotos y mecánicos habían deteriorado la pintura por los bordes. La cabina era una robusta jaula transparente. La luz solar se irisaba en el plexiglás pulido de la carlinga. Haces de cables recorrían el habitáculo del piloto entre los pedales del timón y la columna de mandos.
—¿Puedo probar?
—Por supuesto.
Rudolf la ayudó a acomodarse en el asiento. Era enteramente metálico y muy bajo, con el fondo parecido a la celdilla de una huevera.
—Es terriblemente incómodo.
Rió Rudolf de buena gana.
—Es que ese agujero se rellena con el propio paracaídas, que sirve de cojín. Vamos sentados sobre él, ¿lo recuerdas?
Carmen se mordió los labios: debiera haberlo recordado. No obstante el piloto no parecía haber advertido un fallo tan elemental en una chica que supuestamente poseía el título de piloto.
El tablero de instrumentos estaba completamente cubierto de conmutadores y de indicadores circulares. Carmen identificó el indicador de velocidad vertical, la brújula, el velocímetro, el tacómetro, el panel de la radio y los indicadores de aceite, de temperatura del aceite y de presión del combustible.
«Pregunta por cualquier cosa cuya función ignores —le había recomendado Yuri Antonov—. El piloto automático tiene que controlarse desde ese panel».
—¿Qué es esto? —inquirió señalando una especie de cristal circular montado sobre dos soportes de acero.
—Es la mira stuvi; sirve para bombardear.
—¿Y esto?
—Es el colimador. Se regula con arreglo a la fuerza y dirección del viento, la altura del bombardeo y el ángulo del picado. Cuanto más recto, mejor.
Rudolf le explicó el funcionamiento de cada resorte, y ella lo memorizó.
—¿Cuál era el segundo secreto?
—Un dispositivo maravilloso —reveló Rudolf sonriendo—. Un piloto automático que endereza y sale del picado cuando el avión ha descendido hasta una altura peligrosa incluso si el piloto no acciona la palanca.
—¿Es posible que exista una cosa así?
Existía. Cuando descendieron del aparato, Rudolf abrió la trampilla que daba acceso al mecanismo y le explicó su funcionamiento. Estaba orgulloso de su Stuka y quería impresionar a su amada mostrándoselo como el caballero medieval que hace corvetas con su corcel frente al balcón de su dama.
Regresaron a Sevilla, ya anochecido, después de cenar con tío Martin, que nuevamente estuvo obsequioso con Carmen e irónico con su sobrino.
Sevilla
Al día siguiente el piloto Klaus Hartmann se reincorporó al grupo y los stukas volvieron a su entrenamiento. Durante la siguiente semana realizaron hasta cinco salidas diarias para comprobar el comportamiento de distintos refrigerantes y aceites. Por la tarde, Rudolf se daba una rápida ducha, se vestía con un traje de calle sencillo y saltaba al volante del Studebaker de tío Martin (el Mercedes resultaba demasiado ostentoso) para recorrer, como una exhalación, la pésima carretera que unía La Cartuja con Sevilla. Cada noche cenaba con Carmen, en la galería, a solas, pues los viejos criados terminaban sus tareas temprano y se retiraban a su vivienda, en un extremo del jardín, hasta el día siguiente.
El amor consumía al piloto como una fiebre, pero era joven y vigoroso y se recuperaba fácilmente de los excesos. Nunca marchaba antes de las dos o las tres de la madrugada. A esas horas, otros pilotos regresaban como él de aventuras galantes, pero la policía militar española hacía la vista gorda a la infracción del toque de queda o anotaba en su parte de incidencias: ciudadano alemán procedente del tercer turno de la Adoración Nocturna en la parroquia de San Gil.
Nadie quería líos.