Dos copudas encinas entre las que se había extendido una improvisada red de camuflaje ocultaban perfectamente los Stukas, de tal manera que a quince pasos de distancia era difícil descubrirlos. Carmen, vestida con su equipo de vuelo, se adelantó hacia el aparato seguida de Rudolf.
—¡Es un avión extraordinario!
Puso una mano sobre la voluminosa carena de una rueda y sintió bajo su caricia la dormida potencia del halcón en reposo. Rudolf asistía a su arrobo con una divertida sonrisa.
—¡Parece muy robusto! —observó Carmen notando la chapa surcada por largas filas de brillantes remaches.
—Es un avión bastante compacto. Y una máquina maravillosa que revolucionará el arte de la guerra. —Rudolf hablaba casi con ternura, mientras acariciaba el resplandeciente fuselaje, en el que la fuerte estructura interior formaba tenues protuberancias, como si el halcón metálico estuviera vivo. Podía sentir la potencia dormida de aquel ingenio—. El Stuka es como el arco largo con el que los ingleses derrotaron a la caballería francesa en Crécy, como las espadas de hierro templado con las que los primitivos germanos derrotaron al Imperio romano, como el caballo con el que tus antepasados destruyeron los imperios americanos. Si algún día estalla una guerra en Europa, el Stuka barrerá a los enemigos de Alemania.
Atardecía y las planchas de acero gris de las alas refulgían al sol poniente como la hoja de un cuchillo revelando las portezuelas cuidadosamente niveladas con la superficie bajo las cuales dormían kilómetros de cables y decenas de instrumentos de vuelo.
Recordó las instrucciones que Yuri Antonov le había repetido tantas veces: «Cuando estés ante el avión debes calcular la forma, la inclinación y el grosor de las alas. Además de los alerones normales, esos aviones deben estar equipados con alguna clase de mecanismo desconocido». «¿Qué mecanismo?». «Los frenos de picado. No sabemos en qué consisten».
—¿Qué es esto? —preguntó Carmen.
Había tres bolsitas de lona que colgaban de los alerones.
—Eso —rió Rudolf— es un invento del sargento Kolb. Las bolsas contienen tornillos. Sirven de contrapeso para que no me resulte tan dificultoso accionar los mandos.
—Es muy ingenioso —reconoció Carmen—, ¿y esto otro?
Señalaba una especie de parrilla que se extendía a lo largo del plano anterior del ala. No había visto nada igual en los aviones que Yuri le había mostrado.
—Ésa es una de las dos maravillas mecánicas de esta máquina —se ufanó el piloto—. Es el aerofreno, o freno de picado.
—¿Freno de picado? —Carmen disimuló la conmoción que le produjo el descubrimiento—. Nunca he oído hablar de tal cosa. ¿Para qué sirve?
—Si no fuera por ellos sería muy difícil volar en un picado tan inclinado como el que alcanzamos —explicó Rudolf—. Mira: al picar acciono una palanca y los frenos descienden y se bloquean. Entonces el rozamiento del aire sobre esta parrilla frena el avión y limita su velocidad a seiscientos kilómetros por hora.
—¿Por qué la limita? ¿No es mejor que vaya lo más rápido posible?
Rudolf sonrió ante la simpleza de la muchacha.
—¿Sabes lo que es la fuerza centrífuga?
—No —reconoció Carmen.
—¿Has visto cuando estás volteando una pelota unida por una cuerda? A mayor velocidad parece que pesa más y quiere escapar de tu mano.
—Sí.
—Pues ésa es la fuerza centrífuga. La velocidad aumenta el peso de las cosas. El Stuka, que pesa cinco toneladas, puede alcanzar las treinta. Si no fuera por los aerofrenos que limitan su velocidad, la tensión de la picada arrancaría las alas de cuajo y el avión caería como una piedra.