Pasaban los días lentos y felices, vivían al margen del tiempo, fabricando el suyo propio, que no se medía en minutos ni en horas, sino en unidades de amor de una consistencia distinta. A veces dormitaban, alejados los cuerpos a causa del calor, pero siempre con un contacto que suprimiera la distancia: una mano de ella sobre el pecho de él, unos pies cruzados. Alguna vez hacían proyectos.
—Cuando acabe esta guerra, volveré a pilotar. Quiero volar en algún raid femenino.
—Quizá volemos juntos, si el general Franco sigue siendo tan amigo de Alemania.
—Eso sería estupendo.
—Cuando vengas conmigo a Berlín desayunaremos en el café Heck, con sus sillas de madera y sus veladores de hierro fundido. Pasaremos la mañana curioseando en las lujosas tiendas de la Wilhemstrasse y a mediodía almorzaremos en el restaurante Pfálzer Weinstube, cerca de la Cancillería. Volveremos al hotel para amarnos como tigres y a media tarde iremos al teatro. ¿Sabías que Berlín es la ciudad europea con más teatros? Asistiremos a la representación de El sueño de una noche de verano de Max Reinhardt, o veremos a Elisabeth Nergner en La doncella de Orleans de Bernard Shaw, o a Pallenberg en el Svejk de Piscator.
Se veían a diario, casi siempre en el chalecito de Sevilla, otras veces él la llevaba a La Cartuja y Carmen trasnochaba en El Espinar. Le gustaba aquella casa enorme, sus escaleras crujientes, sus habitaciones cerradas en las que se adivinaba una vida antigua remansada, amable.
El amor, alterando las leyes de la naturaleza, había desmoronado algunas certezas que Rudolf creía inmutables. Muy al principio, el primer día o algo así, cuando imaginaba a Carmen en Alemania, pensaba que su piel morena, su negro cabello y sus ojos oscuros no se parecían al ideal ario con el que hasta entonces había soñado: una mujer rubia, blanca de tez y de cuerpo lleno y generoso. Carmen distaba mucho del ideal ario, pero era tan hermosa y discreta que hasta el ario más exigente entendería que se hubiera casado con ella. Por otra parte, Carmen pertenecía a una nobleza antigua, a una de las familias más distinguidas de un país honorable que había destacado en el pasado por sus hechos de armas. Seguramente descendía de aquellos conquistadores que con un puñado de hombres abatieron imperios.
Una noche, fumando un habano en la terraza de El Espinar, tío Martin observó:
—Últimamente miras mucho la luna, sobrino.
—¡Oh!, estaba distraído.
Martin arrojó una nube de humo hacia el cielo. Un perro aulló a lo lejos. De los barbechos convertidos en pastizales llegaba un distante tintineo de cencerros.
—¿Cómo le va a Carmen?
—Bien, bien. —Lo dudó un momento y después preguntó—: ¿Qué te parece Carmen, tío?
—Una mujer muy hermosa —observó Martin—. Y de excelente familia. En Alemania su padre sería junker, pero esa junker quizá no sea tan fácil de pilotar.
Tío Martin hacía un juego de palabras porque junker significa miembro de la nobleza prusiana, pero también una marca de aviones. El Stuka era precisamente un Junkers.
Rudolf miró a su tío sin percibir el alcance exacto de sus palabras. Pero tío Martin sonreía enigmáticamente mientras decapitaba un habano.
—Por otra parte, habrás observado que no es aria pura —comentó.
—Touché.
Sólo entonces advirtió hasta qué punto amaba a aquella mujer. Las doctrinas de la raza, laboriosamente cimentadas en complejas teorías supuestamente científicas, que había aceptado en su juventud, le parecían ahora fútiles disquisiciones de gabinete. La vida devoraba al pensamiento, la pulsión de la carne alteraba el color del mundo y subvertía la lógica de las cosas.
¿Cuándo se había producido el cambio? Quizá unos días antes, después de cierta conversación. Él le había expuesto las doctrinas raciales de la nueva Alemania y ella se lo había tomado como una especie de broma, unas ideas tan extravagantes y disparatadas que no es posible que merecieran la aprobación de gente tan inteligente como los alemanes. La cauta mención de la superioridad de la raza aria provocó una franca y bienhumorada carcajada de la muchacha: «¡Sois brutotes —comentó—: esa manera de pisar y esos zapatones que gastáis! Sois como crios grandes engreídos de vuestra fuerza, y en cuanto a guapos, tampoco mucho, eso sí, sanos y colorados, anchos de cuello y de espalda, pero tenéis el cogote recto, que hace feo, y el cuello arrugado como los galápagos, y las orejas se os ven de lado cuando estáis de frente, como a los monos. ¡Eso no puede ser más feo! —Luego lo había sorprendido mirándose en el espejo, como un colegial, para comprobar si padecía esas taras raciales—. ¿Sabes lo que creo? Que cada raza es superior cuando es mayoría y que todas las razas son superiores. Sólo las minorías son inferiores, pobrecillos».
Al final el propio Rudolf admitió que las doctrinas raciales no eran tan importantes después de todo. Al menos no para él. Un militar no debía meterse en filosofías. Él era solamente una célula de un organismo más complejo, tremendamente complejo. Volar, sacarle el máximo partido al Stuka, ésa era toda su función. Atacar el objetivo. Cumplir satisfactoriamente la misión encomendada. Sólo se trataba de eso.
Doña Angustias hace su entrada triunfal en el salón de la marquesa del Buen Reposo.
—Ya sé quién visita a la señorita de Rades de Andrade.
Como si alguien hubiera oprimido un resorte, cesa la algarabía de cuatro conversaciones cruzadas y una docena de cabezas severamente peinadas se vuelven hacia la recién llegada. Ella sonríe recreándose en la suerte.
—A ver, Angustias, dinos quién es y no nos tengas en ascuas —invita la marquesa del Buen Reposo.
—No os lo vais a creer. ¡Un alemán! ¡Con la de buenos mozos que hay en Sevilla y se ha ido a liar con un alemán!
—¿Con un alemán?
—Con uno de los aviadores de Tablada, ya sabéis —explica doña Angustias—. El otro día le di la matrícula del coche a mi hijo, y como tiene controlados todos los vehículos de Sevilla, en seguida averiguó que es uno de los que el mando ha puesto a disposición de los alemanes.
—¡Qué vergüenza! —Se sonroja doña Obdulia Daza con media magdalena en la mano—. La mosquita muerta haciéndose la mártir para no recibirnos y es porque está liada con un hombre.
—Claro —interviene doña Matilde—; yo en seguida me lo supuse. En cuanto vi el coche me dije: «O es suyo, que no creo, o tiene una visita a la que sí puede recibir, ¡mira qué rica!».
—A lo mejor estaban en la cama —se atreve a suponer doña Enriqueta López-Laraspa e inmediatamente baja la vista, azorada, y se sonroja temiendo haber ido demasiado lejos, en detrimento de la caridad cristiana.
Para su sorpresa, a ninguna le parece que haya ido demasiado lejos. Algunas asienten vigorosamente respaldando la propuesta; otras callan y otorgan.
—¡En la cama con un hombre con las claras del día! ¡Qué desfachatez! —sentencia doña Petronila, la del registrador de la propiedad—. ¡Hay que ver qué vergüenza! ¡Adonde estamos llegando! ¡Esto había que ponérselo en el pico al arzobispo!
Muchas se muestran de acuerdo.
—Antes de tomar ninguna decisión —interrumpe doña Angustias intentando recuperar su protagonismo—, creo que debemos ser prudentes. Mi hijo dice que de esto ni palabra a nadie, pero, claro, con vosotras es distinto, que sois todas discretas y de confianza. Va a poner a un policía para que indague quién es el que visita a la señorita Rades de Andrade.