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Rudolf se puso de pie y anduvo unos pasos cabizbajo y pensativo, las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a la clara corriente del arroyo. Sentía un sordo tambor golpeándole las sienes. De pronto percibía inéditas amenazas en el crepitar del bosque, en los mil rumores concordados que lo poblaban. Los zumbidos de los insectos, los trinos de los pájaros, el seco aleteo de las libélulas, el rumor lejano de las chicharras, todo aquello manifestaba la crueldad del mundo. ¿Estaba enamorándose de aquella muchacha? Ella le había confiado su terrible secreto, algo que el pudor le había impedido confesar incluso al comité de la Cruz Roja que la liberó. Ella era una víctima inocente de los bárbaros contra los que se había ideado el Stuka, una doncella que el caballero montado en el corcel de acero, que era él, hubiera debido defender, hubiera debido rescatar de la saña animal de los comunistas.

Ya no se podía hacer nada.

Sólo cabía modificar el futuro.

Rudolf tomó una determinación y se volvió hacia Carmen con gesto resuelto.

—Te he mentido —confesó mirándola a los ojos.

—¿En qué?

—No soy piloto civil.

—¿No?

—Soy piloto militar. Soy capitán de la Luftwaffe. Pertenezco al grupo de voluntarios que ha venido a combatir con Franco.

—¿Entonces, el avión?

—No es un avión correo. Es un aparato militar. Todavía es solamente un prototipo, pero lo estamos probando en la guerra.

Carmen le había servido más café, casi frío. Hizo una pequeña pausa reflexiva.

—¡Eres piloto de caza! ¡Dios mío, eso debe de ser muy peligroso!

Rudolf bien hubiera querido ser piloto de caza. Se sintió casi avergonzado de que su actuación en la guerra no fuera tan peligrosa como la muchacha imaginaba. Las mujeres admiran al que se arriesga, tienden a remunerarlo con su amor. Es parte del orden natural que la mujer más hermosa corresponda al más valeroso guerrero, que la más bella sonría al más fiero de los vencedores, como dice ese poeta criollo cuyos versos sabe de memoria tío Martin.

Rudolf bebió un nuevo sorbo de café. «¿Se lo confieso todo? —pensó—. No veo razón alguna para ocultárselo. Ella es de los nuestros, está tan interesada como nosotros en que el comunismo sea aplastado, y al fin y al cabo el proyecto ya no es tan secreto».

—No soy piloto de caza, Carmen. El avión que piloto es un Stuka, un nuevo bombardero de precisión. Hasta ahora sólo hemos actuado un par de veces. Precisamente ayer estábamos celebrando el éxito de la primera misión. El mes pasado averiamos, casi hundimos, al único acorazado de la armada roja, el Jaime I, no sé si has oído hablar de él.

—Creo que leí algo en los periódicos, en Lisboa.

—Estaba surto en el puerto de Málaga y su ataque fue nuestro bautismo de fuego —prosiguió Rudolf—. Hasta entonces sólo habíamos bombardeado campos de prácticas. Al regreso, mi compañero de ala, el capitán Hartmann, el moreno de la pipa que conociste, se rompió la muñeca en un accidente de bici. Aplazamos la celebración de la victoria hasta que le quitaron el yeso. Es un excelente piloto cuando está en el aire, pero en tierra es un pésimo ciclista.

Rieron divertidos.

—¡Un avión de bombardeo en picado! —exclamó Carmen—. Debe de ser excitante. ¿Qué ángulo de picado alcanzáis, treinta grados?

Rudolf sonrió con viril suficiencia.

—Un poco más: hasta ochenta.

—¡Ochenta grados! ¡Eso es casi vertical! —Carmen se había inclinado con genuina admiración—. Es lo que consiguen Lidia Zviéreva y Blanche Stuart en sus «picados de la muerte».

—La diferencia está —advirtió Rudolf— en que ellas lo hacen con avionetas de exhibición muy ligeras y nosotros empleamos aviones pesados lastrados con una coraza y con una bomba de trescientos kilos.

—¡Cómo me gustaría ver ese aparato!

Titubeó Rudolf considerando la conveniencia de confiar a un civil tan alto secreto. Pero estaba enamorado —¿era aquello amor?— y hubiera hecho cualquier cosa por satisfacer a su amada. Lo único que contaba era complacer a la muchacha.

—¿De verdad te gustaría verlo?

Ella asintió: «Mucho».

No dijeron más. Volvieron a besarse, él extremando la delicadeza de las caricias. Esta vez la muchacha se rindió a las amorosas manos y permitió que exploraran sus pechos y desabotonaran su blusa. El cuerpo desnudo de Carmen despedía fulgores de topacio en la penumbra azulada y húmeda de la fronda, como en un antiguo templo que guardara memoria de ancestrales ritos. La opresión de una mano fuerte sobre la rodilla la hizo estremecerse de placer. Un placer aún más intenso que todos los que recordaba, en el tiempo remoto en que era una modistilla del Corral de la Higuera, cuando algunas veces se acostaba sobre un camastro improvisado con un novio impetuoso, entre las cajas y anaqueles del almacén de tejidos donde él trabajaba.

Años más tarde, Rudolf recordaría aquel momento, en las largas noches invernales del campo de concentración, con el viento aullando fuera del barracón y los lobos rondando la empalizada. Como quien en la soledad de su cuarto abre un baúl y se para a contemplar su tesoro oculto, Rudolf rememoraría la piel morena, la comba suavidad del vientre, los pechos duros, los oscuros y salados pezones, la luz que parecía brillar en el fondo insondable de los ojos melados, la suavidad tersa de unos labios calientes, el aliento a canela y néctar, el reflejo del sol en el cabello azabache, la hondura abisal del sexo femenino cuando después de una vacilación ella distendió los miembros y se entregó. En el remoto cautiverio, Rudolf recordaría la cremosa piel que sus manos recorrían con lentitud ritual, las sombras doradas en la penumbra del cuarto oscuro, el cuerpo tendido y entregado, las piernas largas, la curva perfecta de sus caderas, el negro vellocino del pubis, la aterciopelada voz con que lo acunaba después de cada refriega amorosa.

Penetraba en ella morosamente, con sabia lentitud, invirtiendo una eternidad en cada embestida, demorándose en el fondo de la vagina hasta percibir el contacto suave de la embocadura del útero.

Discurrió lento e inadvertido el tiempo. En el sopor de la siesta se confundían los aromas de sudor, de sexo, de savias secretas, de resinas, de tomillo, de romero, de espliego.

Permanecieron así muchas horas, olvidados del mundo, y cuando regresaron ya era de noche.