Sevilla
El cochero tira de las riendas, detiene el coche y se vuelve a sus pasajeras.
—Esta casa es, señoras.
Doña Angustias de Torres Cabrera y doña Matilde Cabezón de Fuentelahiguera se apean trabajosamente del carricoche en cuya portezuela destacan, pintadas en vivos colores, las armas del marqués del Buen Reposo. El sol aplana la devastada llanura como una plancha candente. Las señoras abren sendas sombrillas negras con un volante de encaje, y se encaminan a la cancela que encuentran abierta. Bajo el sombreado porche doña Angustias tira enérgicamente de una manija que hace sonar una campana en el patío interior.
Casilda acude a la puerta, descorre un pestillito, abre el ventanuco de bronce, acerca un ojo, examina a las visitantes e inquiere con tono profesionalmente seco:
—¿Quién es?
—Somos dos damas de Auxilio Social —advierte no menos secamente doña Angustias—. Veníamos a visitar a doña Carmen Rades de Andrade. Somos amigas de su familia.
—Lo siento, señoras, pero la señorita no puede recibirlas.
Doña Angustias mira a su compañera como diciendo «Ya sabía yo…». Vuelve a la carga.
—Sabemos que tiene promesa de no ver a nadie, pero dígale que se trata de una excepción. La Junta de Damas de Auxilio Social ha deliberado sobre su caso y tenemos que hablar con ella. Aquí tiene nuestras tarjetas.
Le introduce dos cartulinas orladas de negro viuda a través de la rejilla.
—Esperen un momento —dice Casilda.
Y cerrando el ventanuco con pestillo marcha a comunicar la visita. Regresa al cabo de unos minutos.
—Que no puede ser —informa a través del ventanuco—, que la señorita les agradece su interés, pero tiene promesa de estar incomunicada.
—Dígale que yo la conocí cuando estuvo en Sevilla, hace ya años, en casa del duque del Infantado, y que soy amiga de sus parientes —interviene doña Matilde.
Casilda cierra nuevamente el recuadro y marcha a su recado.
—¡Esta criada es tonta! —comenta doña Angustias.
—¿Tú crees que nos recibirá?
—Ya lo creo, ya verás como nos recibe.
Casilda regresa al cabo de unos minutos. Con voz más firme comunica:
—Que dice mi señorita que ustedes sabrán disculparla, pero que ha decidido no ver a nadie y, sintiéndolo mucho, no las puede recibir.
—¿Le ha dado usted nuestras tarjetas?
—Sí, señora, que se las he dado, pero la señorita no recibe a nadie.
Las comadres emiten un bufido, dan media vuelta y regresan al carricoche. Antes de partir, doña Matilde repara en un automóvil aparcado a la sombra de un eucalipto, junto a la acera.
—¿De quién es ese coche, Eulogio?
Se vuelve el cochero a mirar.
—No lo sé, señora.
—Eso lo averigua mi hijo. Vamos a apuntar la matrícula —propone doña Angustias resueltamente.
Hurgan las damas en sus bolsos respectivos en busca de recado de escribir pero, como es natural, no lo hallan. Doña Matilde esconde en un rincón del suyo una bolsita de hule que contiene un estuche de colorete y un lápiz de ojos que podría servir, pero pensándolo mejor lo deja donde está, temerosa de que si muestra un artilugio de maquillaje la chismosa de doña Angustias lo irá contando luego y quizá las otras damas de Auxilio Social la tomarán por lo que no es. Al final tienen que apuntar la matrícula, marcando las cifras en seco con una horquilla del pelo sobre el borde de un recordatorio religioso: SE 2452.
—Ahora llévanos al Buen Reposo —le ordena doña Angustias al cochero.
—Eso está hecho, señora —responde el hombre agitando las riendas mientras piensa para sus adentros: «¡Estas putas, las horas que tienen de ir de visita! Menos mal que les han dado con la puerta en las narices».
La colonia alemana de Sevilla no era muy numerosa y Manzanilla sabía que Martin Bauer era uno de los principales consignatarios de buques, con oficina en el puerto fluvial. No le fue difícil confirmar que poseía un coto de caza en La Cartuja, en plena sierra de Sevilla, la finca El Espinar, una enorme extensión de encinas y monte bajo adonde invitaba a cazar a sus amigos y clientes y a la que solía retirarse en época estival, huyendo de los calores hispalenses. Lo difícil iba a ser que en Moscú dieran crédito a la noticia de que los alemanes habían construido un aeródromo en aquella finca, pero él en cualquier caso transmitió la noticia y el operador de Gibraltar la hizo llegar a su destino.
—¿Es técnicamente posible? —preguntó Yagoda.
El capitán Yuri Antonov asintió.
—El Stuka es muy fuerte de remos, con tren de aterrizaje fijo. Lo han diseñado para que opere desde aeródromos improvisados, al lado mismo del frente de batalla. Así multiplican las misiones y ahorran combustible. Es perfectamente posible —concluyó.
Aquella noche Rudolf tardó bastante en conciliar el sueño. Carmen le había arrebatado el pensamiento y cuando intentaba ordenar su trabajo del día siguiente, con automatismo germánico, la imaginación lo arrastraba una y otra vez al lado de Carmen. Una dulce congoja se había apoderado de él, un sentimiento enteramente desconocido que relegaba a un lejano segundo término todo lo que no fuera deleitarse en el recuerdo de la muchacha, de las horas pasadas con ella en la intimidad de la galería. En el universo ordenado del junker prusiano había irrumpido el desorden del sentimiento, ¿dónde habían ido a parar aquellas ensoñaciones heroicas a las que se entregaba cada noche, dónde la minuciosa planificación de su vida ascendente hasta emular e incluso superar a los antiguos héroes?
Finalmente se quedó dormido, pero solamente para soñar con Carmen. Por la mañana, cuando sonó el despertador, saltó de la cama y se entregó a su rutina cotidiana que comenzaba por una tabla de gimnasia sueca. Treinta flexiones, carrera, flexión de rodillas… Perdía la cuenta de los ejercicios.
Carmen.