Sevilla
El reloj marcaba las siete en punto cuando la campanilla de bronce de la cancela tintineó y Casilda, convenientemente avisada de la visita, hizo pasar al joven alto y rubio a la salita de respeto y le recogió el sombrero.
—Siéntese usted, por favor, que en seguida aviso a la señorita.
Había una docena de muebles enormes, estilo renacimiento excesivamente decorados con molduras, grutescos, cabezas de guerreros antiguos y soportes rematados en garras de león. Rudolf se sentó en uno de los sillones de terciopelo y notó que la nariz de Aníbal de la talla del alto respaldo lo encañonaba entre los omóplatos. «En este pueblo todo es excesivo —pensó—, son excesivos los olores, los gustos, las pasiones, los odios. Hasta la belleza es excesiva. Una mujer bella es más bella que las mujeres bellas de otros lugares, y no tiene pelambrera en las piernas como las alemanas».
El aviador lo sabía todo sobre bombardeos en picado, pero desconocía que las españolas se depilan.
Rudolf había dormido mal la noche de la víspera, había rememorado el encuentro con Carmen dos o tres veces, siempre recuperando nuevos matices de la memoria, y al final había soñado vivir un apasionado idilio con aquella mujer. En las escasas veinticuatro horas que mediaban desde que la conoció no la había podido apartar de su pensamiento. Ni siquiera se había ocupado del Stuka; aquella mañana había volado rutinariamente, por cumplir la tarea del día, sin prestar atención al programa de entrenamiento. Quizá llevaba demasiado tiempo viviendo como un monje. En el mes largo que había transcurrido desde que llegaron a España, sus camaradas habían salido con muchachas alegres, pero él se había mantenido al margen de las cuestiones civiles, consagrado solamente a las pruebas y ajustes del Stuka, casado con su máquina voladora, como el primer Von Balke lo estuvo con la espada.
Ahora, su juventud le reclamaba una aventura española con una señorita, una atractiva sureña de mirada oscura y misteriosa, algo que recordar en los fríos atardeceres de Starken cuando fuese un viejo general cargado de gloria.
—Ese asiento debe de ser bastante incómodo con estas calores —comentó Carmen irrumpiendo en la sala con una luminosa sonrisa.
Estaba más hermosa que la víspera, si eso fuera posible. Había escogido un conjunto garden-party en crepé de China, estampado en blanco verde y rosa, cuyas líneas realzaban sabiamente sus encantos.
Rudolf saltó de la silla y salió a su encuentro para besar la mano larga, delgada y cálida, al tiempo que hacía sonar un leve taconazo. Reconoció en la mano de ella el suave perfume de la lavanda inglesa.
—¿No le importa si tomamos el café en el gabinete? —lo invitó la muchacha—. Es la parte más fresca de la casa.
—Estaré encantado.
El gabinete era una galería abierta al jardín posterior. Había dos sillones de mimbre y una sencilla estantería sobre la cual Carmen había dispuesto media docena de fotografías enmarcadas. Rudolf pidió permiso para observar una de ellas.
—¿Reconoces este avión?
Carmen con traje de vuelo de satín color ciruela forrado de lana con capucha de monje y unas gafas aerodinámicas. Se la habían tomado, unos días antes, en el aeródromo de Lisboa.
En otra fotografía aparecía con el pelo suelto, sonriendo en la cabina de una Bücker de entrenamiento cuya hélice ya giraba como si estuviera a punto de despegar.
—¡Estás muy guapa!
Ella lo castigó con una palmadita en el brazo, un gesto que Eveline le hubiera censurado, pero ahora se sentía segura y casi no tenía que fingir, o quizá se había amoldado tanto a su papel que podía permitirse vulnerarlo.
—¡Yo no, tonto! —corrigió con un gesto pícaro y cómplice—. El avión es el que está guapo. —Adoptó una actitud reflexiva y añadió—: Fue hace dos años en el aeródromo de Stag Lañe, en Londres, con papá.
Aquella palmadita de castigo, aquella familiaridad que tía Ursula hubiera considerado imperdonable en el severo y ceremonioso ambiente prusiano, no resultaba sin embargo inelegante en el sur de España, donde todas las cosas parecían adquirir otra dimensión, y los valores, Rudolf lo iba adivinando, eran completamente distintos. Quizá el calor insoportable derretía las convenciones y aproximaba los cuerpos. En aquella mujer, hermosa y bella como un ángel, había una simpatía natural que arrasaba todas las convenciones sociales.
—¡Un ángel con alas! —murmuró.
—¿Qué dices?
—Que pareces un ángel con alas.
Ella sonrió y se apartó de él con gesto pudoroso. Las pupilas oscuras del ángel, moteadas con irisaciones metálicas, de un magnetismo animal irresistible, brillaban a un palmo de las suyas, las sedosas y largas pestañas enviándole carnales mensajes, mientras él, hipnotizado por tanta belleza, sostenía como un pasmarote la fotografía en la que el casco de vuelo daba a la cabeza de Carmen una calidad esférica, aunque sin menguar su femineidad.
Carmen parpadeó levemente. Luego desvió la mirada mostrándose cohibida. Lo estaba: no tuvo que fingir. Señaló otra fotografía, tomada como las anteriores en un sector diferente del aeródromo de Lisboa.
—Esta otra es algo anterior, en el aeródromo de Marignane, en Marsella. ¿Conoces Marsella?
—No, me temo que sólo conozco aeródromos alemanes —admitió Rudolf.
—Es una lástima. ¿Nunca has volado sobre el Mediterráneo?
Él negó con la cabeza. Buscaba nuevamente el pozo profundo de aquellos ojos insondables y oscuros, pero ella había desviado la mirada, temerosa de que leyera la verdad en ellos, quizá porque los ojos azules y francos la estaban afectando más de lo que quisiera admitir.
—Volar sobre el Mediterráneo… imagínate una lámina azul con listas de espuma blanca donde rompen las olas, y la sombra oscura y alargada de los barcos hundidos cerca de la costa, que se ve como en un cristal y el brillo del sol sobre el agua… ¡Es muy hermoso!
Las palabras eran de Codevilla, el argentino, que en una ocasión había volado de Barcelona a Roma. La humilde costurera de Triana había construido su personaje de la señorita Rades de Andrade, una muchacha mundana y viajada, con recuerdos ajenos, retazos de conversaciones, frases, expresiones… Había hecho de él una segunda naturaleza y ahora advertía que funcionaba. Carmen ganaba soltura en su interpretación.
Le tocó el turno a la fotografía enmarcada en plata del duque del Hontanar. Al contemplarla, Carmen se enterneció y, cediendo a lo que pareció un irreprimible impulso, la estrechó contra su pecho. El aviador envidió la suerte de aquel objeto inerte.
—Es mi padre —explicó la chica sobreponiéndose a sus emociones—. Lo tienen en Madrid, cautivo en una cárcel roja. ¡Pobre papá, lo que estará sufriendo!
—¿De qué lo acusan?
—No lo acusan de nada… o de todo. Es un hombre bueno, pero es muy rico y pertenece a la aristocracia.
—¿A la aristocracia?
—Sí, papá es el duque del Hontanar. Unas horas antes de que el comité de cautivos de la Cruz Roja se hiciera cargo de mí, me permitieron despedirme de él —recordó Carmen—. Estaba terriblemente delgado y demacrado. Estuve dos o tres días en Salamanca con unos parientes, los duques de Alcudia, pero me prodigaban tantas atenciones que me sentía atosigada. Prefiero la soledad. Por otra parte, como mi padre es muy devoto del Jesús del Gran Poder porque su abuela, que era sevillana, le inculcó esa devoción, preferí aguardar su liberación en Sevilla. De este modo puedo visitar al Gran Poder los viernes y rogarle por la libertad de mi padre y de mis amigos cautivos. Estoy segura de que me lo otorgará.
A Rudolf le pareció fascinante y misteriosamente atractiva, una mujer de mundo, capaz de pilotar aviones, pero que al propio tiempo mantenía una supersticiosa confianza en que rezar a una imagen de madera podía devolverle a su padre de las prisiones comunistas. La hubiera besado allí mismo, pero reprimió sus impulsos y continuó escuchándola educadamente.
Llegó Matilde, ataviada con una severa cofia y un blanco delantal llevando una bandeja con un juego de café de plata sobre un mantelito de hilo bordado. Dejó el servicio en la zona más fresca de la galería, sobre una mesa china, hizo una breve reverencia y se marchó. Rudolf y Carmen se sentaron en sendos sillones de mimbre. Él tuvo que apartar de su asiento media docena de ejemplares de la revista francesa Fémina y de las americanas Lesley’s Weekly y The 99er, todas ellas especializadas en aviación femenina.
—Perdona el terrible desorden —se excusó Carmen—. Veo que vives más en el aire que en la tierra —comentó él señalando las revistas.
—¡Qué más quisiera yo, pobre de mí! ¿Sabes una cosa? Envidio la suerte de los hombres. Tú puedes volar siempre que te apetece. Yo, en cambio, me veo confinada por mi condición de mujer. Mi padre es muy liberal y ha procurado educarme en Europa, a la moderna, no creas. Sin embargo, en ciertas cosas, sigue chapado a la antigua. No puedes imaginarte cuánto me costó convencerlo para que me permitiera pilotar un avión, y ahora, cuando mis conocimientos podían ser tan útiles para la causa nacional, me veo confinada en este lugar solitario, como una viuda, alimentándome sólo de revistas y de sueños.
Mientras tomaban el café, Carmen disertó sobre la historia de la familia y las calamidades que su padre y sus primos estaban pasando en las cárceles del pueblo. Rudolf, a su vez, le habló de Starken, de tía Ursula, de su padre caído en la Gran Guerra, de su hermana Maika, de tío Martin. Le resultaba incómodo ocultar su condición de militar cuando aquella muchacha le había abierto su casa y le había hecho confidencias que seguramente no le haría a sus mejores amigos, le había comunicado sus temores y sus anhelos, sus esperanzas y sus proyectos. ¿Por qué no confesarle la verdad? Al fin y al cabo, la chica era de los suyos. Era una aristócrata, una junker española que tenía un padre cautivo de los rojos y que soñaba con ser piloto de guerra para demostrar que una mujer con arrojo puede combatir en el aire tan bien como un hombre. No obstante, disciplinadamente, se refrenó.
—Eres verdaderamente admirable —susurró desviando la mirada a los dibujos vegetales de la taza inglesa que sostenía en la mano.
Ella sacudió la cabeza.
—Soy una mujer como otra cualquiera —respondió en el mismo tono confidencial. Dejó que transcurrieran unos segundos en silencio antes de preguntar en tono aún más íntimo—: ¿Estarás mucho tiempo en España?
—No lo sé. —Rudolf se encogió de hombros con desaliento—. Depende de la Compañía. Estamos probando unos prototipos de aviones que quieren usar en Sudamérica como avión correo.
—¿Avión correo?
—Sí, para enlazar ciudades y puestos de aduanas separados por grandes distancias. Un avión robusto y fiable para repartir y recoger sacas de correspondencia, un aparato capaz de aterrizar y despegar en pistas improvisadas.
Carmen volvió a servir café, cuidando de no disparar el dedo meñique, común defecto de tanta gente encopetada. Se asombraba de su propia facilidad para asimilar el breve repertorio de gestos distinguidos que caracterizan a una mujer de clase superior. Era consciente de que representaba su papel mejor de lo que en principio había sospechado. Aunque a veces la asaltaba la duda de si los fascistas estarían al cabo de todo y el piloto rubio también estaba representando. En este caso, ¿cuánto tardarían en detenerla y enviarla a un calabozo o ante un pelotón de ejecución?
Tuvo que rechazar ese lúgubre pensamiento para volver a ser Carmen Rades de Andrade.
En un suspiro transcurrieron cuatro horas, al cabo de las cuales los dos jóvenes se habían hecho tantas confidencias que les parecía que se conocían de toda la vida. La noche los sorprendió desgranando recuerdos cada vez más antiguos, los de él, reales; los de ella, una mezcla de invención y de realidad. El corral de Triana quedaba muy lejos con su miseria, sus bulliciosos lavaderos y sus sórdidos retretes comunales, pero la casa de los Torres Cabrera se incorporaba sin esfuerzo alguno al recuerdo de la falsa aristócrata.
Al pensar en los Torres Cabrera, la alteración de la sangre le palpitó en las sienes.
—¿Te sucede algo? —inquirió Rudolf—. Te has puesto de pronto triste.
—Es que me duele recordar la felicidad de otro tiempo —pretextó la muchacha devolviéndole una sonrisa agradecida—. Tu compañía me ha hecho olvidar lo desgraciada que soy, el cautiverio de mi padre, que no tengo hogar… —Miró al jardín oscuro—. Se ha hecho de noche. Creo que deberíamos aplazar esta conversación para otro día.
La tiniebla se extendía entre los dos. Como las ordenanzas de guerra prohibían encender la luz en lugares visibles desde el aire, se habían quedado a oscuras frente a la galería del jardín y apenas se distinguían los rostros, pero las voces eran acariciantes, iban y venían como alas de paloma, envolviéndolos.
—Me gustaría volver a verte —se atrevió a decir Rudolf.
Se produjo un breve silencio.
—A mí también me gustaría.
—¿Puedo proponerte una excursión al campo? —sugirió Rudolf—. Mi tío posee una finca en la sierra, un lugar muy agradable, con corzos y jabalíes, aunque mucho me temo que no es fácil verlos.
—Me encantaría.
—¿Qué te parece mañana?
Ella se fingió sorprendida.
—¿Mañana mismo? ¿Tan pronto?
—Si no tienes nada más importante que hacer…
—En realidad, no —reconoció la joven—. Mi único compromiso es la visita de cada viernes al Jesús del Gran Poder.
—Mañana es miércoles.
Carmen permitió que un breve silencio justificara la indecisión de su personaje.
—Está bien —decidió en tono resuelto—, mañana. ¿A qué hora?
—¿Te parece bien a las diez?
—Una hora estupenda. Aunque no tenga mucho que hacer, continúo siendo madrugadora.
Se despidieron en la puerta de entrada. Él se demoró en el beso para aspirar la fragancia de la mano femenina que apretó cálidamente entre las suyas, sin decir nada, sintiéndola. Era suave como el aceite aquella mano de fregona que mademoiselle Eveline Beauseroi había restaurado con cremas y masajes.
Cuando Rudolf se marchó, Carmen cerró con dos vueltas de llave, apoyó la espalda contra la puerta y emitió un profundo suspiro.
Desde el rellano de la escalera, Casilda la contemplaba con la mirada llena de la experiencia y la sabiduría de sus ojos marchitos y melancólicos.
—¿Ha salido todo bien, niña?
Carmen asintió.
—Le diré a Genaro que avise a Manzanilla —dijo la guardesa.