Sevilla
El chófer, después de manipular la caja de cambios, condujo lentamente hasta las proximidades de la Venta de los Gatos, y cuando circulaba frente al ruidoso grupo de rubios y jocundos bebedores de cerveza, apartó el automóvil de la estrecha carretera y lo detuvo a la sombra propicia de un plátano. Carmen descorrió la cortinilla y asistió a la maniobra esforzándose en dominar los nervios.
—Ha llegado el momento —murmuró el chófer volviéndose.
El grupo de los alemanes quedaba a veinte pasos de distancia. No eran muchos. Ocho o nueve a lo sumo, todos vestidos de paisano, aunque sus peculiares cortes de pelo, las sienes al cero y la ausencia de patillas delataban un origen germánico agravado por la condición castrense. Habían comenzado la velada musical con el patriótico Horst Wessel, pero después de tres cajas de cerveza fría habían descendido por todo el repertorio habitual hasta el Am brunner von dem Tor y seguían entretenidos, levantando jarras en sucesivos brindis y algo achispados a juzgar por las risas descompuestas con que celebraban las ocurrencias. Carmen buscó con la mirada a Von Balke: rubio y muy alto, le habían dicho. El corazón se le aceleró cuando lo descubrió. Estaba sentado de espaldas y se limitaba a beber pequeños sorbos de cerveza, pensativo. Alguien hizo un comentario y los celebrantes miraron hacia la carretera. Von Balke movió su silla y se volvió a ver lo que pasaba. Carmen se sintió observada. Notó los latidos del corazón y el sudor que le humedecía las recatadas mangas del vestido. Era guapo Von Balke. La fotografía que le habían mostrado en Lisboa estaba borrosa y era bastante antigua, pero reconoció aquella frente alta, aquellos ojos grandes y azules, la mandíbula firme y los labios finos.
El chófer se apeó y con ademán resuelto se arremangó, abrió el capó y se inclinó sobre el motor, pero en seguida emergió y sacudió la cabeza. Carmen admiró la naturalidad con que se conducía, como si nadie lo estuviera mirando. Extrajo una llave inglesa de la caja de herramientas y trasteó en el motor durante un buen rato. Cuando hubo provocado la avería, se incorporó nuevamente, se rascó bajo la gorra con la mano manchada de grasa y se quedó mirando el estropicio con los brazos en jarras como si no supiera por dónde seguir. «La representación no está mal —pensaba Carmen desde su asiento—, pero pasa a la escena siguiente por lo que más quieras».
Estaba nerviosa como todo actor primerizo que espera el momento de salir a escena. Ella y el chófer habían repasado el guión un par de veces y no había motivo para pensar que pudiera fallar, pero se sentía inquieta y estaba deseando que la función terminase.
El chófer cruzó la mirada con ella y se volvió hacia los alemanes. Luego sacudió la cabeza como si se le acabara de ocurrir una brillante idea y con paso resuelto se dirigió hacia ellos.
—¡Ustedes dispensen que los moleste, pero es que estoy en un apuro! —les explicó—. ¿Alguno de ustedes sabe algo de mecánica?
Von Balke tradujo.
La mitad de los germanos eran mecánicos y podían armar y desarmar cualquier motor con los ojos cerrados. Además, habían bebido, estaban eufóricos y les encantaba confraternizar con los nativos. No tardaron en rodear el automóvil y después de un breve cónclave para diagnosticar la avería se aplicaron a subsanarla.
El chófer había procurado que la reparación fuera entretenida.
Carmen seguía contemplando a Von Balke, su enemigo, desde el resguardo de la ventanilla.
El chófer la había mirado un par de veces: «¿Qué te pasa? ¿Por qué no sales?».
Se decidió por fin. Descendió elegantemente del automóvil, sintiéndose admirada por los improvisados mecánicos, y se mantuvo durante un minuto a prudente distancia de su objetivo y de espaldas a él. Luego aparentó que el sol la molestaba y se guareció a la sombra de la primera encina, a pocos pasos de la mesa ocupada por los oficiales alemanes. Oyó que intercambiaban algunas frases en tono admirativo. Evidentemente estaban elogiando la hermosura de la mujer que había aparecido como un ángel ante ellos. Carmen había escogido para la ocasión un conjunto de lino estampado en tonos claros, que resaltaba discretamente sus formas, especialmente el estrecho talle, las opulentas caderas y el pecho alto y voluminoso.
Estaba tremendamente nerviosa, pero conseguía dominarse y transmitía la impresión de ser una mujer elegante y altiva que les daba la espalda ignorándolos y sólo se interesaba por la reparación de su automóvil.
—Señorita, ¿podemos invitarla a un refresco mientras espera? —sonó una voz casi sin acento, a su espalda.
Se volvió y ante ella estaba Von Balke: muy alto, guapo, sonriéndole más con los ojos azules que con la boca.
Ella titubeó. Todo ocurría de manera tan natural que casi no tenía que fingir.
—Se lo agradezco, caballero —sonrió tímidamente—. La verdad es que hace un día muy caluroso.
Aceptó la silla que Von Balke le ofrecía y tomó asiento entre el grupo de pilotos, que la recibieron con amables sonrisas.
Carmen aceptó una limonada, se humedeció los labios y comentó:
—Habla usted muy bien español.
Von Balke se inclinó en reconocimiento por el cumplido.
—Lo he estudiado en Alemania —informó—. Además tengo un tío que vive en Sevilla y a veces he pasado temporadas con él.
—Yo nunca he estado en Alemania —se lamentó Carmen con una leve sonrisa—. El año pasado estuve a punto de asistir a la exhibición aérea de Litchterfaude, pero a última hora la enfermedad de un familiar me lo impidió.
—¿Se interesa usted por los aviones? —preguntó Von Balke sorprendido.
Carmen asintió con un legítimo mohín de orgullo:
—¡Mucho! —sonrió—. Obtuve el título de piloto en Inglaterra hace dos años.
—¡Qué estupenda casualidad! —exclamó Rudolf entusiasmado—. Yo también soy piloto. —Una leve sombra le cruzó la mirada y añadió—: Soy piloto civil, de una compañía comercial alemana. Ahora estoy de vacaciones. —Contempló nuevamente el rostro de Carmen—. No es muy frecuente encontrar a una mujer piloto y mucho menos…
—Sí, dígalo, y mucho menos en España —rió—. En realidad en España no hay mujeres piloto. Las únicas tres españolas que pilotamos aviones hemos obtenido los títulos en el extranjero. Yo obtuve el mío hace dos años en el Aeroplane Club de Stag Lañe, en Londres. Supongo que lo conoce…
—Sólo de oídas.
—Es muy famoso entre los asiduos de los raids —afirmó la muchacha—. Un día, cuando estaba entrenándome, nos visitaron las aviadoras Ruth Nicols y Amy Johnson y tomaron el té con nosotras.
Notó que el alemán no sólo la escuchaba sino que también la contemplaba. Se sintió muy satisfecha y la constatación de que lo estaba haciendo bien le otorgó seguridad y osadía.
—¿Usted no participa en raids?
—No, me temo que el trabajo no me lo permite.
—Oh, no sabe lo que se pierde —comentó con un mohín de frívola condescendencia—. El año pasado conocí personalmente a Amelia Earhart. ¡Es la mujer que más envidio en el mundo! Sería feliz si pudiera realizar uno de sus vuelos a larga distancia. ¡Cruzar el Atlántico en solitario! Después de ella, otras han intentado cosas más difíciles, pero Amelia continúa siendo la primera y la única. ¿Conoce usted el vuelo de Jean Batten?
El hombre la miraba embelesado. Negó con la rubia cabeza reconociendo su ignorancia.
—Pero ¿en qué mundo vive? —le reprochó la muchacha de forma encantadora—. ¿Y usted pilota aviones? Hace unos meses Jean Batten voló de Inglaterra a Nueva Zelanda.
—Creo que pilotar es una actividad arriesgada para una mujer —comentó Rudolf.
—Pero ¿qué dice? —Rudolf pensó que aquella expresión entre sorprendida y enfadada acrecentaba su belleza—. Espero que usted no sea uno de esos retrógrados que nos llaman «pilotos con enaguas» o «faldas volanderas».
Rudolf rió de buena gana: «No, no soy de ésos».
—Una mujer lo puede hacer tan bien como un hombre —prosiguió Carmen—; incluso puede que mejor. Pocos hombres se atreverían a imitar a Elinor Smith, cuando pasa volando bajo los puentes de Manhattan.
—Ese tipo de exhibición es una locura y una temeridad.
—Una temeridad necesaria en el caso de Elinor —replicó Carmen—, porque con ese dinero compra sus aparatos.
—Creía que era un deporte más propio de mujeres adineradas y caprichosas —confesó Rudolf.
—Es un deporte caro, lo sé —admitió ella—, pero incluso una muchacha humilde tiene derecho a aspirar a batir un récord, ¿no cree?
Carmen apuró el resto de su limonada. Rudolf llamó al camarero y le pidió otra.
—Y usted, ¿quiere batir algún récord?
—No, no soy tan ambiciosa. —Carmen se fingió repentinamente abatida. Desvió la mirada de sus hondos ojos negros a las sombras azuladas de los árboles—. Me conformaría con pilotar mi propio avión en el Derby Aéreo Femenino. Si las cosas se arreglan y todo sale bien… —Una intensa sombra de tristeza veló un instante su mirada—. Papá me prometió comprarme un avión cuando esté algo más entrenada —murmuró.
El camarero sirvió la limonada. Carmen se llevó el vaso a los labios mientras Rudolf contemplaba su delicada garganta y se preguntaba por el sabor de aquellos labios.
Ya había dicho Carmen casi todo lo que sabía de navegación aérea, aviones y aviadoras. Convenía encauzar la conversación hacia lo personal.
—¿Por qué no participa usted en algún raid?
Rudolf hizo un gesto de desaliento.
—Me temo que no puedo —confesó—. El reglamento de mi compañía prohíbe los vuelos de exhibición y las pruebas arriesgadas.
Los otros pilotos se habían levantado prudentemente para dejarlos solos y habían ido a mirar a los mecánicos. Un retazo de luz que se filtraba por el emparrado incidía sobre el cuello de la joven. Al trasluz, Rudolf percibía la pelusilla de melocotón de la piel femenina brillante de sudor. Sintió deseos de recoger con la lengua aquel rocío salobre. Nunca le había causado una mujer una impresión tan directa e intensa. Quizá fuera que los olores y el ambiente sensual de España le alteraban los sentidos, o quizá que había estado bebiendo y cantando con los camaradas. Sintió la imperiosa necesidad de abrazar a aquella mujer, de desnudarla y poseerla.
—Me encantaría que siguiéramos hablando de aviones algún otro día —comentó.
Inmediatamente lo asaltó el temor de haber dicho alguna inconveniencia porque la joven adoptó una actitud reservada y desvió la mirada hacia una sortija decorada con un rubí que lucía en el anular. Parecía luchar interiormente con algún escrúpulo insuperable.
—Verá usted —explicó—, tengo a mis familiares encarcelados en la zona roja y vivo bastante apartada del trato social. A mi familia le han ocurrido cosas terribles. —Miró nuevamente al piloto, esta vez con los ojos arrasados en lágrimas—. No obstante… —intentó sonreír—; no obstante me encantaría continuar esta conversación. En España es difícil encontrar a alguien interesado en los raids y, por otra parte, el médico me ha aconsejado que me distraiga.
—¿Puedo, entonces, visitarla?
Ella asintió con ademán resuelto y solemne, como si aquella decisión revistiera gran trascendencia.
—Creo que sí —explicó—. Me parece que no tiene sentido que siga tan aislada del mundo.
—¿Le parece bien mañana a las siete de la tarde? —inquirió Rudolf.
—Estaré encantada.
Le dio la dirección.
En aquel momento el motor del averiado Ford petardeó y se puso en marcha.
—¡Sois cojonudos, franchutes! —exclamó la voz genuinamente entusiasmada del chófer.
Carmen se levantó y cogió su bolso. Rudolf la imitó y besó levemente la mano que la muchacha le tendía. Acompañó el gesto con un sonoro taconazo prusiano.
—¿Hasta mañana, entonces?
—Hasta mañana —respondió ella con una sonrisa. Él la contempló alejarse como en un sueño, imaginando bajo el lino las formas a un tiempo elegantes y rotundas de sus piernas, sus muslos, su trasero y su espalda. «Es la mujer más bella que he conocido en mi vida —se dijo—. Y pilota aviones».