Sevilla
Acaban de dar las diez y se teme que el calor haga saltar los adoquines de la plaza Nueva. Llega al palacio de los marqueses del Buen Reposo doña Obdulia Daza, una paleo-doncella gorda y carrilluda que es bulímica compulsiva desde que la abandonó su novio, el opositor a notarías Felipe Mier. El futuro notario había reparado en la desafortunada combinación de apellidos que iban a ostentar los hijos nacidos de aquel matrimonio.
Doña Obdulia suele llegar la última a la tertulia de las damas de Auxilio Social porque tiene promesa de asistir cada día a una misa de difuntos por un caído, el que sea.
La tertulia se celebra en una sala alta del palacio del Buen Reposo. Doña Obdulia Daza irrumpe en el salón congestionada y jadeante después de escalar los pinos peldaños de la escalinata de mármol, que las guías artísticas denominan «del Almirante» por el fanal de galera que la adorna.
El salón donde se reúnen las pías damas a criticar al prójimo está profusamente decorado. Hay vitrinas para abanicos; hay panoplias de armas africanas ganadas por ilustres ancestros, y hay, pendiendo de los muros entelados de seda, óleos de Moreno Carbonero en los que posan para la eternidad media docena de proceres con uniforme de la Real Maestranza. El salón contiene tantos muebles que parece la tienda de un anticuario, pero lo que más destaca no es el armario de ébano primorosamente tallado, con libros que nadie leyó encuadernados en pergamino, ni el piano de cola, ni el arpa, ni el bargueño, ni la tarima con un brasero de bronce, sino el servicio de cristal veneciano que ocupa toda la superficie de una mesa camilla, con sus jarras de agua de cebada, de zarzaparrilla y de leche merengada, todas inmersas en hielo picado y su fuente mediada de pastas, mostachones, galletas caseras y otras delicias.
—¡Chiquillas, abrir un poco esos balcones que nos vamos a ahogar con estas calores! —solicita doña Obdulia Daza mientras se abanica el generoso pecho.
—¡Ay, Obdulia, por Dios, no los abras que se nos llena la casa de pavesas! Mira lo que están haciendo en el patio.
Doña Obdulia, diligente y fisgona, se asoma al balcón enmarcado por espesos cortinajes de terciopelo. La escena la complace. En el centro del patío de las cocheras varios muchachos, casi niños, con camisa azul y pistola al cinto, han encendido una pira y la alimentan con libros y revistas que van sacando de una camioneta. De la caja del vehículo pende una pancarta con la inscripción: «Camarada: tienes la obligación de perseguir al judaismo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Deposita en este camión libros y revistas sospechosos».
Doña Obdulia pliega el velo de puntilla ayudándose con los dientes y lo deposita junto al misal, en un ángulo del repostero.
—¡Ay, Jesús, Jesús! —suspira echándole una ojeada a las pastas y a los dulces—. Vengo de la catedral, de la misa por Alfonsito Martínez del Val. ¡Ay, qué desamparada se ha quedado la madre!
—Si por cada uno que nos matan, matáramos cien, ya veríais lo poco que tardaban en entrar en razón —opina doña Angustias.
Interviene conciliadora doña Trinidad Rafe, marquesa del Buen Reposo, que por ser la anfitriona y la que sufraga el ágape, detenta la autoridad moral del grupo.
—No nos dejemos arrastrar por los sentimientos de venganza, Obdulia. Nosotros, como cristianos que somos, debemos ejercer la misericordia. Que los tribunales juzguen a todo el que tenga las manos manchadas de sangre y que los jueces determinen. Entonces sí le hacemos un favor y le devolvemos bien por mal. El padre Uriarte me dijo ayer, cuando vino a tomar el café, que algunos condenados a muerte se confiesan y comulgan con verdadero fervor antes del fusilamiento. —Toma un sorbo de zarzaparrilla, se enjuga delicadamente las comisuras de la boca con la servilletita de hilo, sin alterar los pliegues, la deposita cuidadosamente sobre el platito de plata y concluye—: Imaginaos: después de una vida de pecado y promiscuidad animal suben directamente al cielo.
—¿Oísteis ayer a Queipo? —interviene doña Obdulia mientras escoge la mayor galleta de la bandeja que le acaba de acercar, obsequiosa, su amiga Angustias.
—No sé qué deciros —prosigue la del Buen Suceso—. Yo creo que el general ve la guerra con demasiado optimismo. Si por él fuera, pasado mañana se acababa.
—Él sabrá más que nosotras —interviene doña Matilde—. De todas formas, aunque acabara mañana, nos quedaría mucho trabajo por delante.
—Y que lo digas: faltan manos —sentencia doña Angustias.
—No faltarían tantas manos si algunas no se hubieran escaqueado —opina doña Matilde.
—¿Te refieres a las Concustell? ¡Pobrecillas! Ésas están baldadas. Ya nacieron enfermas.
—Para los bailes del casino militar no estaban tan enfermas… pero no me refería a ésas. —Bebe un trago de leche merengada, despaciosamente, por mantener a la tertulia expectante, antes de añadir—: ¿Os acordáis del duque de Hontanar, que veraneó algunos años con sus primos los duques de Aluche?
—¡No nos vamos a acordar! El pobre está cautivo en zona roja.
—Pues ayer me enteré por mi sobrino, el escribiente del Gobierno Militar, que la hija está viviendo en Sevilla.
—¡Qué me dices! —exclama doña Obdulia Daza con la boca llena.
—Lo que estáis oyendo: hace un mes que pudo salir de Madrid, gracias a la Cruz Roja, y está viviendo en Sevilla tan ricamente, sin dar la cara.
—¿Y dónde para? —pregunta la marquesa del Buen Reposo.
—En un chalet que ha alquilado, por la avenida de la Palmera.
—¿Y cómo es que no ha venido por Auxilio Social?
Doña Matilde se encoge de hombros, aprieta los labios y cierra los ojos, que es su manera de decir. «Ya lo estáis viendo: comodidad».
—Se ve que no le interesa colaborar con la causa nacional, encima de que los rojos tienen cautivo al padre y a los primos —ironiza doña Angustias.
—Por lo visto el mismo día que llegó a Sevilla fue a decirle a Queipo que traía promesa de no ver a nadie ni hablar con persona alguna —informa doña Matilde—. Dice que es promesa, que se lo ha prometido al Jesús del Gran Poder.
—¡Mira, qué fresca, la señorita! —se indigna doña Obdulia Daza—. Yo también tengo el hábito del Gran Poder y me paso el día en la catequesis para hacer buenos cristianos a los huérfanos de los rojos.
—¡Mujer! —interviene doña Angustias, con una sonrisa envenenada—. La muchacha no querrá que se le estropeen las manos.
—¿Y dices que ha estado presa con los rojos? —indaga la marquesa del Buen Reposo.
—Sí. Hace un mes que la rescató la Cruz Roja.
—Pues a lo mejor tiene motivos para no querer que la vean —supone la marquesa.
—¿Qué motivos va a tener, Trini?
—Motivos aparte de la promesa —pontifica la marquesa.
—¡Ay, hija, dinos ya qué motivos! —se queja la señorita Daza esgrimiendo un barquillo relleno de crema que sostiene elegantemente con dos dedos—. ¡No nos hagas adivinar!
—Un mes en manos de los rojos, una muchacha agraciada, de familia aristocrática… ¿No os dais cuenta? —sugiere la del Buen Reposo.
Las contertulias ponen cara de darse cuenta, ojos abiertos, espantados, y boquitas fruncidas en forma de o.
—¡Ay, Dios mío, pobrecilla! —exclama doña Matilde—. ¡La habrán ultrajado esos animales…!
—¡… y le habrán hecho una barriga! —completa doña Angustias—. A lo mejor es eso lo que no quiere que se sepa.
—O a lo mejor la han pelado al cero —aventura doña Obdulia Daza.
—¡Jesús, qué tonta eres! —la reprende doña Matilde—. Los rojos no pelan a las mujeres decentes. Eso sólo lo hacen los nuestros porque tienen principios cristianos y saben respetar la honestidad de la mujer, aunque sea una roja y una perdida.
—Entonces, ellos, ¿qué hacen? —inquiere doña Obdulia.
—¡Abusan de ellas!
—¡Ay, Jesús!
—A lo mejor a esta pobrecilla le han hecho de todo —aventura la del Buen Reposo—, y tiene el cuerpo lleno de cardenales y hasta desgarraduras en el po y por eso no quiere que la veamos.
En el comedido vocabulario de la señora marquesa el po es un eufemismo que vale por ano. Le falta geografía para pensar en un río.
—Quiera o no, nuestra obligación de cristianas es socorrerla, sacarla de su soledad e incorporarla al grupo —opina doña Angustias—. ¡Que se una a nosotras, que nos cuente los detalles de su martirio, que se fortalezca moralmente con nuestras labores de apostolado y se le olvidará todo!
Las contertulias se muestran de acuerdo.
—¿Pues sabéis lo que os digo? —concluye la marquesa del Buen Reposo—, que tanto si es verdad que la han forzado como si no, yo creo que lo que exige la caridad cristiana es que la integremos en Auxilio Social, para que no se sienta sola y no se pase el día pensando en su tragedia y en su pobre padre cautivo.
—¿Quién se va a encargar de visitarla? —pregunta doña Matilde.
—Yo, por supuesto —se ofrece doña Angustias.
—Y yo, no faltaría más —se brinda doña Matilde—. Seguramente se acuerda de mí porque me vio un par de veces en casa de los duques del Infantado cuando era mozuela.
—Pues entonces, vosotras —concede, magnánima, la del Buen Reposo—. A ella le desagrada salir de palacio con estos calores.
Doña Obdulia Daza está a lo suyo, que son los dulces.