Sevilla
Carmen se mudó a su nueva residencia la mañana siguiente. Al pasar por el puerto fluvial contempló Triana, al otro lado del río, a través de la cortinilla del automóvil. Estaba a sólo un paseo del Corral de la Higuera, de su hogar clausurado y de sus geranios marchitos y, sin embargo, le parecía que sus recuerdos correspondían a la vida remota de una persona distinta. Sólo las más lacerantes evocaciones eran suyas, las que le habían envenenado el alma y habían sembrado de sal el campo de sus sentimientos hasta convertirlo en un erial donde sólo podían crecer los yerbajos del odio. Cerró los ojos y reprimió las lágrimas. Hacía más de un mes que no lloraba y no quería empezar de nuevo. Ahora era otra. Tenía que ser otra. Carmen Albaida Castro había muerto el día que salió del Corral de la Higuera para representar una nueva vida. La casa del cafetero era cómoda y estaba alhajada con lujosos muebles cubiertos con sábanas. Los caseros se ofrecieron a quitarlas, pero Carmen lo desaconsejó.
—No será necesario. Yo sólo necesito mi cuarto y una salita. No voy a recibir muchas visitas.
La casera asintió con una sonrisa cómplice. Ya la habían aleccionado convenientemente. La señora tiene promesa de no ver, ni recibir a nadie hasta que sus familiares salgan de las cárceles comunistas.
Los primeros cuatro días fueron de calma y tranquilidad. Carmen leía las revistas que le enviaba Koestler, cosía a ratos y escuchaba la radio, donde menudeaban los discos de Concha Piquer entre los fárragos patrióticos, los sermones, los partes de guerra y las sustanciosas charlas del general Queipo, entre ellas la que dirigió a los periodistas extranjeros en Sevilla, la que empezaba: «Voy a explicarles los fundamentos ideológicos del nuevo Estado español: ¡oído al parche!».
A Carmen le resultaba chocante escuchar las cuñas comerciales anteriores al desastre, como si nada hubiera cambiado. Cuando miraba hacia atrás y reflexionaba sobre su vida advertía el largo camino que había recorrido en apenas dos meses y se percataba de que ya nada volvería a ser como antes. No se planteaba futuro alguno, quizá por miedo a descubrir que no tenía futuro: prefería no pensar más allá de la misión que la había devuelto a Sevilla.
Algunas veces charlaba con Matilde, la señora que cuidaba la casa. Existía el tácito acuerdo de no mencionar la guerra ni la misión que las había reunido bajo el mismo techo. No obstante, un día Matilde la miró con una especie de tristeza en los ojos y le dijo:
—¡Ay, qué lástima, tan joven y aquí encerrada!
Carmen le apretó una mano y sonrió. ¿Cómo explicarle que el encierro no la afectaba? Sabía que la ciudad se había vuelto peligrosa para ella y que, si fracasaba, las vidas de otras personas, además de la suya, estaban en juego.
La radio la acompañaba desde la mañana hasta la noche, la entretenía a ratos, la adormecía otros, le impedía pensar excepto en los albores o en los crepúsculos del sueño, cuando una extraña lucidez la asaltaba, despabilándola de pronto y mostrándole lo arduo de la empresa, sus peligros, las pocas fuerzas con que contaba, lo descabellado del plan… El resto del día vivía en la placenta agradable de aquella casa aislada del mundo por una verja de gruesos barrotes y un jardín medio abandonado, cuyo follaje ocultaba las ventanas de toda mirada exterior.
Al noveno día recibió la visita de Koestler.
—Ya hemos localizado a Von Balke —anunció—. Los alemanes celebran hoy el bombardeo de un navío republicano. Van a dar un banquete en un merendero de las afueras que se llama la Venta de los Gatos.
—Es una venta muy antigua —comentó Carmen—. He estado allí con mi padre.
Koestler se alarmó.
—¿Crees que te reconocerán?
—No lo creo. Sólo estuve en un par de ocasiones y han pasado ya cuatro años.
Koestler asintió, aliviado a medias.
A las cuatro y media llegó el coche a buscarla. El chófer era el de la otra vez, un muchacho alto, moreno y taciturno. Traía su chaquetilla azul y su gorra azul, con visera de hule, de taxista, pero el modelo era distinto, un Ford 1932 que podía pasar por particular. Era uno de esos coches que habían escapado de la requisa y permanecían encerrados en garajes y patios aguardando a que la guerra se alejara y regresaran sus propietarios.
La Venta de los Gatos estaba al lado de la antigua calzada que arranca del arco de la Macarena. Era un edificio antiguo, más bien modesto, enjalbegado, rodeado de emparrados y encinas a cuya sombra se instalaban en verano sillas de tijera y veladores. El sargento Kolb la había descubierto en una de sus exploraciones gastronómicas y desde entonces los alemanes la frecuentaban porque tenía un pozo que refrescaba muy bien la cerveza y porque los cazadores furtivos la surtían de carne de ciervo, jabalí, conejos y volatería de primera calidad. Por otra parte los clientes podían entonar a voz en grito canciones bávaras sin llamar la atención.