Sevilla
El general Queipo de Llano se levantó ágilmente, salió de detrás de su escritorio y fue al encuentro de la joven dama. Era alto y espigado, como de alambre. En su rostro anguloso, de piel macilenta y como amojamada, había una cualidad pétrea desagradable, un atributo siniestro que los alegres bigotes de enhiestas guías no acertaban a conjurar. Tomó la mano de Carmen y la besó ceremoniosamente.
—Es un honor conocerla, señorita.
Les ofreció asiento en un tresillo, junto a la ventana.
Koestler hizo entrega de la misiva de Nicolás Franco que Queipo depositó distraídamente sobre la mesa sin siquiera mirarla. Estaba más interesado en Carmen.
—Bolín me ha puesto en antecedentes de su caso, y créame que haré cuanto esté en mi mano por conseguir la rápida liberación de su familia.
—Es usted muy amable, general —respondió Carmen—. Ya en Salamanca y en Lisboa distintas personas que siguen sus charlas radiofónicas me habían advertido que es usted un caballero español siempre dispuesto a amparar al débil.
—Sí, me han educado así en mi hogar y ése es el credo de honor que he profesado desde que vestí el uniforme —se ufanó Queipo irguiéndose como un mosquetero.
—Mi general —prosiguió Carmen con un aplomo que a ella misma asombraba—, yo sé que todo esfuerzo que se haga por la causa es poco, pero en mi cautiverio hice una promesa al Jesús del Gran Poder, que es la mayor devoción de mi padre, y quisiera suplicarle que vuecencia me ayude a cumplirla.
—¡Cuente con que haré lo que esté en mi mano!
—He prometido al Gran Poder, además de visitarlo todos los viernes y hacerle las novenas y devociones, mantenerme apartada del mundo y dedicarme a la oración hasta que mi padre y mi novio sean liberados.
—¡Nadie la va a molestar, señorita, de eso puede estar segura! —aseveró Queipo—. ¿Sabe ya dónde va a residir?
—Estamos en tratos para alquilar una casa de campo en las afueras —intervino Koestler—, un lugar ventilado y tranquilo porque, a causa de las condiciones de su cautiverio, la señorita no goza de buena salud.
—Ya saben que cualquier cosa que necesiten no tienen nada más que pedirla. —Miró a Carmen y añadió—: Si tiene algún problema con el alquiler de la casa, avíseme, que yo le allanaré el camino.
—Muchas gracias, general.
Todavía conversaron sobre las condiciones del cautiverio y el general se mostró interesado por el funcionamiento de la cheka madrileña donde Carmen había estado presuntamente internada. Ella recitó la lección, que tenía bien aprendida, y no escatimó detalles de los horrores del cautiverio rojo. Cuando la audiencia tocó a su fin y ya Queipo le había vuelto a besar la mano y dado el taconazo de despedida, al acompañarlos hasta la puerta tomó a Koestler del brazo y lo retuvo un momento para formularle una pregunta confidencial:
—¿Abusaron de ella?
Koestler asintió con semblante sombrío.
—¡Canallas! —masculló el general.
Aquella noche, en su alocución radiada, el general comentó que había conocido a una joven recientemente escapada del infierno rojo, cuyo nombre no podía publicar por razones de seguridad. A esta joven hermosa y honesta la internaron en una cheka y feroces milicianos representantes de la hez social, expresidiarios y borrachos, abusaron de ella más de treinta veces. Los tengo localizados, aseguró el general. Cuando les echemos el guante recibirán su merecido. ¡La España triunfante que surge de la ignominia roja exterminará a esa mala ralea!
A las siete de la tarde, Koestler se sentó delante de una cerveza helada en un velador del café Central, en la calle Sierpes, y desplegó un ejemplar atrasado del News Chronicle, después de comprobar que ningún otro cliente estaba leyendo la prensa extranjera en ese momento. Un minuto después escuchó la palabra mágica:
—¿Limpia?
Koestler apartó el periódico y vio ante él a un individuo cetrino, con aspecto de gnomo surgido de las entrañas de la tierra, que sostenía una caja de limpiabotas profusamente decorada con tachuelas doradas y estampas.
—Muy bien, limpie usted.
El limpia tomó asiento en su mínima banqueta, acomodó el pie derecho del cliente sobre el soporte de la caja, extrajo los cepillos y las cremas, insertó dos naipes a uno y otro lado del zapato para salvaguardar los calcetines y comenzó su tarea con brío y denuedo.
Cuando acabó el trabajo reclamó sus cinco céntimos y se demoró acomodando los trebejos en el estuche. Antes de levantarse, tras mirar a uno y otro lado, murmuró:
—En el zapato izquierdo lleva usted un papel con los datos. Que tenga mucha suerte. Yo siempre estoy por estos cafés por si necesita que le limpie los zapatos cualquier otro día. Pregunte por Mediopeo.
La nota que Mediopeo había introducido entre el zapato y el calcetín de Koestler contenía una dirección y un número de teléfono escritos con lápiz. El teléfono era el de un taxista militante comunista sin fichar, milagrosamente escapado de la represión, que ponía su coche a disposición de la causa. La dirección era la de una casa de las afueras, un chalecito de estilo regionalista de los muchos que se construyeron para la Exposición de 1929. El dueño del inmueble era un almacenista de café y coloniales que se había trasladado a Colombia en espera de que los ánimos se apaciguaran en España. Los caseros, un matrimonio comunista también sin fichar, quedarían al servicio de la señorita Carmen Rades de Andrade.