Sevilla
Llegaron a Sevilla al anochecer, después de superar el último control de salvoconductos en el puesto de la Cuesta del Caracol, y fueron directamente al hotel Inglaterra, en la plaza Nueva, donde todavía quedaban huellas de los disparos del día que Queipo tomó Sevilla. Carmen permaneció en el coche, con las cortinillas echadas, para evitar que alguien la reconociera, mientras Koestler hacía las reservas e inspeccionaba las habitaciones. Las escogió contiguas, con vistas a un patio interior en el que se apilaban sillones desportillados, cajas de botellas, cubos y escobas.
Al cabo de un buen rato regresó el húngaro.
—Ya tenemos alojamiento y no hay moros en la costa.
Le tendió la mano a Carmen y la ayudó a descender del automóvil. El personal del hotel y la media docena de huéspedes que leían el periódico o conversaban en los sillones del vestíbulo vieron cruzar a una dama joven rigurosamente enlutada, con el rostro oculto bajo un velo de viuda.
Ya en el ascensor, Carmen expresó sus temores.
—El que estaba junto al repostero me ha mirado mucho.
—No hay motivo para preocuparse —la tranquilizó Koestler—. Te ha mirado porque llevas la cara tapada y eres una mujer hermosa. Es natural.
Pero también él estaba nervioso y se sentía inseguro, pese al desparpajo y desenvoltura que demostraba.
Al día siguiente, temprano, Koestler se dirigió al palacete del Conde, sede del Gobierno Militar de Sevilla, y presentó sus credenciales al capitán Emilio Bolín, jefe de prensa. De paso lo informó de que había acompañado desde Lisboa a la hija de los duques del Hontanar, recientemente rescatada de la zona roja.
—¿La han interrogado ya? —preguntó Bolín.
—Sí, antes de pasar a Portugal prestó declaración en Salamanca —mintió el húngaro.
A continuación refirió la delicada situación de la muchacha, con la familia y el novio cautivos en zona roja, motivo por el cual había hecho promesa de no salir a la calle ni ver a nadie hasta que sus familiares fueran liberados. La Cruz Roja Internacional estaba en ello, pero los trámites eran lentos.
Bolín asintió y se creyó la historia. En aquellos días, muchas mujeres hacían promesas parecidas y vestían hábitos para impetrar la salud de los suyos, especialmente las que tenían familiares en el frente o retenidos en la otra zona.
Koestler había entregado sus credenciales a un mecanógrafo que le expidió un pase y un salvoconducto. Se disponía a retirarse cuando Bolín dijo:
—En cuanto a la carta de don Nicolás Franco para el general Queipo de Llano que trae usted, creo que no sería mala idea que se la entregara personalmente.
—Será un honor —respondió el húngaro.
—El general recibe a las once. Hoy tiene pocas visitas. Venga usted a eso de las once y media.
—Aquí estaré.
Koestler estrechó firmemente la mano suave que Bolín le tendía.
—¡Ah!, y traiga con usted a la señorita Rades de Andrade. Al general le encantará saludarla.
Koestler se quedó helado.
—¿A la señorita Rades de Andrade? —acertó a decir.
—Sí, tráigala con usted. El general se interesará por ella.
Koestler adoptó una rápida decisión, la única que podía tomar dadas las circunstancias.
—También a la señorita Rades de Andrade le gustará conocer al general. En Lisboa ha oído hablar mucho de él y de sus charlas.
Bolín lo despidió con una amable sonrisa. ¿Sospechaba algo? La duda torturó al húngaro durante el resto de la mañana.