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Lisboa

La partida se fijó para el 6 de setiembre.

Ese día Carmen compareció particularmente hermosa con un severo traje de entretiempo que ceñía admirablemente su cintura y resaltaba la redondez escultórica del busto y las caderas; por el contrario, Koestler, su compañero de viaje, llevaba unas ropas más bien raídas porque había reservado su único traje completo para cuando estuvieran en Sevilla.

El viaje fue tranquilo, sin incidencias, cada cual disimulando la preocupación que le producía el incierto futuro.

Los dos iban a espiar en la Sevilla de Queipo, donde se fusilaba a la gente por mucho menos que eso.

A la caída de la tarde del día siguiente llegaron a Vila Real de Santo Antonio. El camarada portugués que había conducido los dejó frente al hotel do Prado y se despidió con un fuerte apretón de manos. Un botones les subió el equipaje a las habitaciones.

—¿Te parece que nos veamos en el vestíbulo a la hora de la cena, digamos dentro de una hora?

Carmen estuvo de acuerdo.

Cenaron bacalao y arroz en la terraza de un restaurante de la bella plaza dieciochesca, en un velador de mármol decorado con un pequeño buqué de flores e iluminado por un farolillo de papel que pendía de una cuerda. Un guitarrista ensimismado tañía su instrumento en un banco cercano y cantaba tristísimos fados. Iniciaba uno, entonaba un par de estrofas y en seguida pasaba al siguiente, como si ninguno lo satisficiera.

—¿Preocupada? —preguntó Koestler.

Durante la comida habían charlado animadamente, pero después del café se había abierto un prolongado silencio.

—No sé si estoy preocupada —respondió Carmen, pero al momento rectificó—. Sí, la verdad es que sí.

Koestler alargó una mano y la posó sobre la de su compañera.

—Es humano tener miedo. También yo lo tengo.

Carmen lo miró con expresión seria.

—No es miedo, Arthur. Desde que acepté participar en esto tengo asumido que si me descubren me fusilarán.

—¿Y eso te preocupa?

Brillaron lágrimas mal contenidas en los bellos ojos de la muchacha.

—No. A mí no me pueden hacer más de lo que me han hecho. Ya no siento ni padezco. Pero me abruma la responsabilidad de todos los que esperan que la empresa salga adelante.

—Te has preparado muy bien, mucho mejor de lo que Eveline y los otros suponían. Si conservas siempre la cabeza fría todo irá bien.

Ella asintió.

Pesaba la cálida mano del húngaro sobre la suya. Carmen la retiró suavemente.

Antes de regresar al hotel pasearon por la ribera ajardinada del Guadiana. Las luces de Ayamonte brillaban a lo lejos, al otro lado de la cinta oscura y ancha del río.

—Bueno, eso de enfrente es España. Pasaremos mañana, en el primer transbordador. Dentro de un par de días, en Sevilla.

El viaje a Sevilla transcurrió sin incidentes. El salvoconducto firmado por Nicolás Franco allanó los trámites aduaneros y solventó los diversos controles de carretera.

La Carmen Rades de Andrade que llegaba a Sevilla era una muchacha piadosa y obstinada que había hecho promesa de apartarse de toda vida social y observar la vida de una monja de clausura hasta que su familia fuese liberada de las cárceles rojas. Amigos de la Cruz Roja Internacional se estaban ocupando de ello en Suiza. Con este pretexto Carmen podría mantenerse al margen de toda vida social y evitar que se descubriera su condición de impostora.

—Pero entonces, ¿cómo voy a conocer al piloto alemán?

—Eso ya lo arreglaremos allí. Después debes hacerle creer que sólo lo tratas a él. Eso lo halagará mucho. Ten en cuenta que se creen pertenecientes a la raza superior y piensan que son irresistibles. La sensación de estar consiguiendo que una mujer peque o quebrante su promesa más sagrada le resultará especialmente atractiva.