La Cartuja
Dos aparatos de la clase Stuka despegaron de la base de Tablada a las cinco de la madrugada del día 8 de agosto de 1936. Después de un vuelo de cuarenta minutos aterrizaron en la pista de fortuna del aeródromo denominado Anton Uno, en plena sierra de Sevilla, junto al pueblecito de La Cartuja.
—¿Qué tal anoche?
—Fatal. Los mosquitos no me han dejado pegar ojo.
El teniente Hartmann sigue untando mantequilla en la tostada. Se sonríe con su propio pensamiento.
—En Alemania están mejor. He oído decir que el jefe de la Gestapo, Himmler, cuando sale al campo, mantiene a tres fornidos SS en constante guardia para espantarle las moscas. Le tiene pánico a los gérmenes.
—No me extraña —ríe Von Balke—. Imagínate que uno de esos mosquitos haya picado previamente a un judío e inocule la sangre impura en las venas del jefe de la Gestapo.
—¡Sería terrible, se hundiría el Reich!
Se acerca el sargento Kolb y guardan silencio. No es la clase de conversación que se puede mantener ante los subordinados.
Lisboa
Con los días, Eveline, aunque siempre trabajadora infatigable, había ido suavizando su severidad del principio y hallaba verdadero placer en transmitir sus conocimientos a una alumna tan perspicaz y agradecida como Carmen. Por otra parte, la francesa, al final de la primera semana, había sucumbido en los brazos de Codevilla, y las intensas noches de sexo y delirio que pasaba con el argentino la habían serenado. No era una mujer tan fría como aparentaba. En el silencio de las madrugadas, se la oía a veces chillar en medio de un orgasmo devastador, pero a la mañana siguiente, temprano, comparecía a dar sus clases puntualmente, aunque a veces algo distraída y con profundas ojeras.
—En primer lugar —la escuchaba Carmen con interés renovado— piensa que eres una dama de alcurnia, y las damas de esa clase aprenden desde la infancia a reprimir sus sentimientos y a disimular tanto las penas como las alegrías, o más bien a contenerse para no expresarse con demasiada vehemencia ante personas extrañas o criados. Por otra parte, esa fachada de persona de alcurnia te ayudará a disimular tu identidad y tu condición de espía. Tendrás que disimular tu interés por cosas que normalmente no interesan a una mujer. Eso te resultará relativamente fácil pues eres una chica moderna, partidaria de la liberación de la mujer, del sufragio y de la igualdad femenina, una chica deportista que está fascinada por las mujeres aviadoras y quiere ser una de ellas.
Carmen disfrutaba con las lecciones de Eveline. Le revelaban los entresijos sociales de aquel mundo que ella solía admirar en las películas. También Eveline parecía disfrutar con su trabajo, y desde luego se mostraba menos autoritaria y más tolerante que al principio. El romance con el argentino había surtido un efecto inmediato sobre su carácter, apaciguándolo. No obstante, en presencia de los otros habitantes de la casa y del servicio, Eveline procuraba no acercarse a Codevilla. Sólo en los últimos días, cuando ya el grupo iba a disolverse, se abandonó por completo a la pasión y un par de veces la sorprendieron besando apasionadamente al porteño, mientras él la correspondía con las manos en los pechos o bajo la falda.
La Cartuja
El aeródromo secreto, Antón Uno, estaba emplazado en el interior de la finca El Espinar, propiedad del ciudadano alemán Martin Bauer.
En los días 9, 10 y 11 de agosto de 1936, los Stukas denominados A-l y A-2 realizaron seis vuelos de entrenamiento que totalizaron nueve horas y veinte minutos. Las pruebas de comunicación radiotelegráfica, de ametrallamiento y de bombardeo de precisión resultaron un éxito. Además hubo espacio para que los tenientes Von Balke y Hartmann probaran la maniobrabilidad de los aparatos. El Stuka era un avión muy pesado y torpón si se le sacaba del picado, pero, no obstante, lograron estimables rizos, dobles y toneles e incluso acrobacias más difíciles como el ocho y la hoja que cae. Los pilotos estaban entusiasmados con sus máquinas y un poco menos el sargento Kolb, que sólo se sentía seguro cuando asentaba los pies en la tierra.
El día 12 de agosto recibieron la inesperada visita de Papa Speerle. Habían completado su entrenamiento y se les encargaba la primera misión de guerra.
—Vamos a atacar al Jaime I —anunció—. Es el único acorazado de la armada roja y su unidad más importante en el Estrecho. Franco quiere hundirlo a toda costa. Hace unos días el Jaime I destrozó las instalaciones portuarias de Algeciras y averió gravemente un par de cañoneros. El ataque tendrá dos fases: en la primera dos trimotores Ju-52 dejarán caer seis bombas de doscientos cincuenta kilos. Es improbable que acierten, lo sé, pero al menos sembrarán el desconcierto y obligarán a los antiaéreos a gastar mucha munición. Por eso en cuanto los Ju-52 se retiren intervenís vosotros sin darles respiro.
Lisboa
A veces, al caer la tarde, Carmen estaba extenuada por el esfuerzo y la atención de todo el día. La salida nocturna para aprovechar las frescas brisas yodadas del océano se convirtió en un rito que a todos satisfacía. Cenaban temprano y salían a explorar el intrincado laberinto de callejas de la Alfama con sus casitas de fachadas inclinadas y ventanas desiguales en cuyos bajos se abrían pescaderías y tabernas. Algunos días el paseo los llevaba hasta los jardines del castillo de San Jorge o al Barrio Alto, donde se asomaban al Miradouro de Sao Pedro de Alcántara, el balcón abierto sobre Lisboa. Allí se sentaban en torno a uno de los veladores y pedían una zarzaparrilla o una cerveza.
En estas salidas Carmen solía hacer pareja con el piloto ruso y procuraban despistarse para que Eveline y Codevilla pudieran ir a su aire. Codevilla, por su parte, a pesar de su apariencia frívola y despreocupada, era tan exigente como los demás en el trabajo. En sus clases, Carmen aprendió a reconocer a los personajes más importantes de la corte española, y con ayuda de los álbumes fotográficos de los Rades de Andrade, se familiarizó con sus parientes de ficción. Codevilla se había provisto de algunos boletines atrasados del Centro de Acción Nobiliaria y repasaba con Carmen una y otra vez sus notas de sociedad así como las páginas en cuché del Blanco y Negro. La muchacha terminó por reconocer por sus títulos y origen a buena parte de la aristocracia española, especialmente los nombres pintorescos y fáciles de recordar: el conde del Vado del Maestre, el del Real Empeño, el marqués del Velero de Palma, el marqués de Roca Verde, el conde de Gondomar, y en general los que la otra Carmen podía haber tratado por ser amigos de su padre o porque veraneaban en los mismos lugares que los Rades de Andrade.
En la casa sólo se hablaba español, de manera que Antonov hizo grandes progresos en pocos días y hacia el final del entrenamiento hasta se atrevía a dar explicaciones fáciles en su nuevo idioma. Le causaba gran placer comprobar que mademoiselle Eveline, que hacía de intérprete, apenas tenía que corregirle algún tiempo verbal o algún giro erróneo.
Las clases de aviación con Antonov eran las más intensas y las que requerían mayor esfuerzo. Entre Carmen y Yuri se estableció una viva corriente de amistad basada en la empatia de dos personas a las que la vida ha conducido por sendas distintas a aquéllas a las que vocacionalmente se sentían llamadas. A Carmen le hubiera gustado realizar sus sueños románticos de encontrar un hombre bueno, formar una familia y vivir en paz; Yuri hubiera sido más feliz al volante de un tractor, sobre un campo de patatas, viendo siempre el mismo monótono paisaje, que con la palanca de mando de un caza, en la angosta cabina, vagando por Dios sabe qué cielos. Pero las cosas eran así y ya era demasiado tarde para intentar modificarlas.
En un par de ocasiones Yuri y Carmen fueron al cine, al bello salón modernista del Animatógrafo do Rossio, donde vieron una película de Bette Davis y otra de Antoñita Colomé.
Algunas noches se quedaban a repasar las lecciones del día en la mesa de la cocina y a veces se sonreían al escuchar en el techo los pasos furtivos de Alfredo Codevilla-Medina, que no acababa de aprenderse qué baldosas del pasillo estaban sueltas cuando lo recorría de puntillas para reunirse con Eveline. Luego se oían estremecidos susurros y finalmente el monótono chirrido de un viejo somier oxidado, que no dejaba de protestar por mucho que los usuarios lo engrasaran. Carmen, tendida en el lecho después de la agotadora jornada, se sonreía recordando que al principio la francesa le había parecido lesbiana por la forma descarada y hasta impúdica con que a veces la observaba.