Lisboa
Arthur Koestler se sentía otro hombre; un estofado de cordero regado con vino generoso y dos horas durmiendo a pierna suelta en una confortable cama del hotel Metropole habían restaurado sus fuerzas y con ellas su confianza en el porvenir del género humano.
Bañado y perfumado, el pelo fijado con abundante brillantina y vestido con un traje mal cortado por un camarada de Praga, que aseguraba haber sido sastre, se encontró atractivo cuando contempló fugazmente su figura reflejada en uno de los enormes espejos del vestíbulo del casino de Estoril, bajo la araña de cristal de Murano, entre criados de librea que se deslizaban solemnes y obsequiosos en un ambiente irreal adornado con increíbles cornucopias rococó y lámparas doradas estilo imperio. Componían una pareja desigual el cónsul de Hungría, enteco y alto, y el conspirador húngaro, tan macizo y recortado.
—Esto está plagado de hacendados y aristócratas españoles que aguardan a que acabe la guerra para regresar a sus tierras —le confió el cónsul húngaro, que se había ofrecido a presentarle al embajador—. Mientras tanto, viven como reyes, con el riñon bien forrado con lo que pusieron a salvo en el extranjero. Ah, allí está Fernando de Ávila.
El sueco hizo las presentaciones.
—Encantado de conocerle, mister Koestler —dijo De Ávila triturando la mano del magiar—. ¿Para qué diario dijo usted que trabaja?
—News Chronicle, de Londres.
De Ávila sólo leía el ABC, por falta de idiomas, pero hizo un gesto suficiente dando a entender que estaba familiarizado con la prensa internacional.
—¡Un periódico excelente! Aunque, me temo, no trata con la objetividad debida al general Franco y a los patriotas nacionalistas.
—Precisamente yo pretendo que mi presencia en España ayude a corregir ese defecto —respondió Koestler con el mayor de los aplomos—. Ya va siendo hora de que también se cuente la verdad. Lamentablemente muchos corresponsales extranjeros pertenecen al ala izquierda de los diarios. Ello se debe quizá a que los que podrían representar el ala derecha son personas experimentadas, ya veteranas, que prefieren quedarse en casa en lugar de arrostrar las incomodidades y peligros del trabajo a pie de obra, en la trinchera.
Mientras Koestler hablaba, De Ávila estaba más atento a los camareros. Cuando consiguió por fin un nuevo vaso de gin-fizz, miró al cónsul de Hungría y propuso:
—Creo que a su excelencia don Nicolás Franco le gustará conocer al señor Koestler.
—Será un honor —respondió Koestler.
—Pues entonces más vale que nos demos prisa antes de que abran la ruleta —urgió De Ávila con un guiño pícaro.
Atravesaron un salón adornado con grandes macetas de palmeras donde departían animadamente hombres de esmoquin y damas de largo lame profusamente enjoyadas. Su excelencia don Nicolás Franco hacía tertulia en la sala contigua con otros dos diplomáticos españoles y cuatro o cinco damas jóvenes que lo escuchaban con gran interés. De Ávila condujo a sus acompañantes ante el hermano de Franco. Era calvo y mofletudo, muy blanco de piel, con unos ojos porcinos en los que brillaba la astucia o el alcohol. Estaba arrellanado en un sillón bajo y explicaba las feroces costumbres guerreras de los moros que servían a su hermano en Regulares. La mención de un centro floral adornado con dos cabezas cortadas de caudillos de cabilas rebeldes arrancó grititos histéricos a las damiselas, pero don Nicolás, siempre atento con las damas, les dedicó un par de donaires que les devolvió la sonrisa.
Koestler observó que todo el mundo vestía de gala. La miseria del mundo y la guerra podían ser tema de conversación, pero el casino de Estoril se hallaba al margen de la historia, era un mundo feliz habitado por personas sin problemas.
De Ávila hizo las presentaciones.
—El señor…
—Arthur Koestler.
—El señor Koestler es conocido del cónsul Lindharten. Es corresponsal de algunos periódicos importantes y uno de los nuestros.
Don Nicolás Franco sonrió diplomáticamente a la indelicada mención de la ideología política del extranjero. Cuando oyó que Koestler era corresponsal del famoso diario liberal inglés dejaron de importarle las toscas facciones y las cejas hirsutas de aquel hombre moreno que vestía un traje pésimamente cortado y calzaba unos zapatos horribles. El News Chronicle era un periódico importante. Nicolás Franco se desentendió de las señoras y adoptando una expresión seria, preguntó:
—Dígame, ¿cómo van las cosas por Hungría?
—El viejo Gombos se defiende y tiene el firme propósito de limpiar el país de judíos y de socialdemócratas —respondió Koestler—. ¡Ojalá lo consiga!
Nicolás Franco sonrió satisfecho. No sabía mucho del primer ministro húngaro, aparte de que se llamaba Gombos y de que era un hombre de tendencias entre nazis y fascistas, antisemita y furibundo conservador.
—¿Tiene usted pensado desde dónde quiere informar? ¿Desde Burgos, quizá?
—No, tengo entendido que ya hay demasiados corresponsales y agencias en Burgos. Me gustaría escoger el sur. Sevilla, por ejemplo. Creo que allí la guerra será más movida que en el norte.
Nicolás Franco hizo un gesto ambiguo, como desvinculándose de la decisión de su interlocutor.
—En ese caso daré instrucciones a mi secretario para que le prepare una carta de presentación para el general Queipo de Llano.
Era evidente que don Nicolás Franco quería deslumbrar a las damas acompañantes con una exhibición de poder.
—¿Queipo…?
—Sí, hombre, el general gobernador de Sevilla.
Arthur Koestler cayó en la cuenta.
—No sé cómo agradecérselo —manifestó.
—No tiene que agradecérmelo. Limítese a contar lo que vea en el bando nacional, refiera a sus lectores la bravura de los hombres y su arrojo en el combate. Con eso ya será suficiente. ¿Cuándo parte?
—Todavía no lo sé. Debo esperar a que se reúna conmigo un fotógrafo americano. Quizá pase un mes. Mientras tanto escribiré algunos reportajes sobre Portugal.
—Es una bella tierra —aseguró el hermano de Franco.
Una de las damas había iniciado la retirada y se volvió a mirar al embajador español desde el otro ángulo del salón. El diplomático captó el mensaje.
—Y ahora, si me disculpan, creo que el deber me reclama.
El deber era una mesa de backgammon en un saloncito reservado. Nunca se sabe dónde puede estar el deber de un diplomático.
Arthur Koestler estrechó la mano que le ofrecía Nicolás Franco.
—¿Entonces?
—Pásese mañana a las nueve por la embajada y mi secretario se lo arreglará todo.
Así fue como Arthur Koestler, agente del Komintern, obtuvo su salvoconducto y una carta personal para el general Queipo de Llano.
En la segunda semana Carmen hizo grandes progresos. Aprendió a alternar con desparpajo, supo que una señorita de su rango jamás sale a recibir a su visita; que en la calle o en la escalera debe ocupar el lado de la pared y apoyarse, si hubiera lugar, en el brazo del caballero; que no se debe mirar fijamente a ninguna persona, excluyendo, naturalmente, al caballero al que pretende seducir; que no debe balancear la silla, ni inclinarse hacia adelante; que una postura rígida resulta siempre más conveniente que una relajada; que hay que prestar atención a pequeños gestos elegantes, como recomponer el peinado con un ligero y gracioso toque; que en lugar de doblar cuidadosamente el chal hay que dejarlo caer sobre un mueble con negligencia…
—Nunca rías a carcajadas —la aleccionaba Eveline—; evita llevar las manos hacia el caballero con el que conversas; no le retuerzas un botón de la chaqueta, ni incurras en otros gestos igualmente groseros propios de las clases proletarias. Y mucho menos toques a tu interlocutor para llamar su atención o le tires de la manga. Guiñar los ojos, levantar los hombros, dar golpecitos con los pies en el suelo, todo eso es de mal gusto y una señorita de clase jamás lo haría.
Carmen tomaba nota mentalmente de los pequeños hábitos que debía reformar.
—Procura no bostezar, pero si bostezas oculta la boca interponiendo elegantemente la mano. Y no te rasques en público, que es una actitud propia de pobres. Y cuando hables, no sostengas una flor entre los dientes.
—¿Cómo se puede hablar con una flor entre los dientes?
—Las españolas lo hacéis —afirmó Eveline—. Yo lo he visto.
Carmen aprendió a vestirse y a conducirse con elegancia; aprendió los modales que se deben observar en la mesa; aprendió a diferenciar entre la media etiqueta y la etiqueta completa, supo lo que eran los abanicos de chimenea, el orden en que se ofrece asiento a los invitados, cómo se conduce una dama en la calle, en el hogar, en el automóvil, aprendió que debe preceder al acompañante varón siempre salvo en restaurantes y establecimientos públicos; aprendió a esperar sonriendo discretamente a que te retiren la silla, a permanecer sentada cuando el que saluda es un caballero, pero a levantarse inmediatamente cuando se trata de una señora de mayor edad o de respeto, y todo lo referente a la postura corporal y al gesto señorial, que una aristócrata de raza sabrá mantener imperturbablemente en cualquier circunstancia.