Lisboa
Ya entrada la noche llegaron a un embarcadero del mar de la Paja.
—¡Ahí tiene usted Lisboa, señorita, a cidade mais bella do mondo!
Se veía en la distancia la ciudad iluminada, con el Barrio Alto y la Alfama como prendidos del cielo. Tuvieron que aguardar a que el transbordador se llenara de vehículos antes de cruzar al otro lado del río. En el fielato del Campo das Cebólas un guarda adormilado examinó rutinariamente la carga y aceptó unos cigarros del chófer. Penetraron en la ciudad y ascendieron por una calle pina. A la luz escasa de las farolas, Carmen veía las fachadas de colores desvaídos, algunas adornadas con azulejos, los tendederos y los tiestos con geranios.
—Esto es la Alfama, señorita, el barrio más bello de Lisboa. No el más señorial, porque aquí viven los marineros y los pescadores, pero sí el más bello. De día lo verá mucho más bonito, señorita.
Aparcaron en un ensanchamiento de la calle, no lejos del número 25 de Beco do Carneiro. Era una hermosa casa de dos plantas, con los vanos enmarcados de azulejos y los muros de un malva desvaído. A través de una de las contraventanas del primer piso se veía luz.
El chófer dio dos vigorosos golpes en el llamador de bronce de la puerta.
—¿Quién es? —se escuchó tras la celosía de la ventana contigua.
—Soy João. Somos nosotros.
—¿Todo bien?
—Superior.
Un instante después se abrió la puerta y apareció Eveline Beauseroi seguida de dos hombres. La francesa examinó de arriba abajo a la recién llegada.
—Tú eres Carmen, supongo.
—Sí, señora.
—Puedes llamarme Eveline. —Se hizo a un lado—. Pasa.
Entraron. João con el equipaje de Carmen y una bolsa con hortalizas y viandas. Uno de los dos hombres de la casa se adelantó.
—¡A sus pies, Carmen: Alfredo Codevilla-Medina para servirla! —La cabeza del argentino dejó un rastro de pernime en el aire cuando se inclinó para besar la mano de la recién llegada. Se había vestido de punta en blanco y lucía un clavel algo marchito en el ojal—. ¿Qué tal el viaje?
—Muy bien. Gracias —respondió Carmen cohibida, ya que era la primera vez que un caballero le besaba la mano.
Codevilla-Medina se disponía a proseguir su galante indagación, pero Eveline se interpuso con gesto severo.
—Éste es el camarada Yuri Antonov. Es piloto soviético.
El piloto sonreía con ese aire bobo que adoptan los que asisten a una conversación en algún idioma extranjero del que no entienden nada. Al escuchar su nombre supuso que lo estaban presentando y alargó una mano para estrechar la de Carmen.
—¡No sabe una palabra de español! —informó Codevilla-Medina.
—Un pequeño, poquito —acertó a articular el ruso.
El chófer se despidió. Eveline cerró la puerta de la calle con doble vuelta de llave.
—Debes de estar muy cansada —supuso Codevilla—. Te enseñaré tu cuarto.
—¡Yo le enseñaré su cuarto! —intervino, tajante, Eveline—, y Yuri, que es más joven, subirá el equipaje.
Carmen comprendió que allí mandaba la francesa y que era una mujer de carácter, acostumbrada a hacerse obedecer.
Eveline precedió a Carmen por la escalera.
—Espero que te guste tu habitación —le fue diciendo—. Es la más amplia de la casa porque en ella daremos, además, las clases.
La habitación era enorme, con dos balcones a la calle y los techos altos adornados con cornisas de escayola casi borradas por los sucesivos blanqueos. Estaba equipada con muebles de distintas procedencias, atendiendo más a la utilidad que a la armonía del conjunto. Carmen reparó en la amplia mesa de comedor, con dos sillas, y en los mapas que decoraban las paredes. Sólo faltaba el crucifijo para que pareciera una escuela.
—Aquí es donde daremos las clases —explicó Eveline—, y ésos son los libros que vamos a necesitar.
Señaló una estantería de dos cuerpos en la que se ordenaban nítidamente un par de docenas de libros y varios montones de revistas.
—Muchas gracias por todo, camaradas. —Se volvió Eveline hacia los dos hombres—. Ahora, si nos disculpáis, Carmen y yo tenemos mucho trabajo.
Y los acompañó hasta la puerta, que cerró tras ellos. Afuera se escucharon las protestas de Alfredo Codevilla-Medina.
Eveline plegó el biombo que ocultaba la otra parte de la habitación. Había una cama estrecha y alta, un gran armario de caoba, un tocador art déco con media docena de botes y un par de cepillos y una percha con una bata y un albornoz. La francesa abrió el armario y le mostró la estupenda colección de vestidos, los cajones repletos de lencería fina, ligueros, sedas y prendas de un lujo incluso superior al que Carmen había conocido cuando servía en casa de los Torres Cabrera. En los compartimentos superiores, las cajas de sombreros lucían las etiquetas de las más afamadas sombrererías de París y Londres.
—Toda esta ropa procede de dos o tres casas distintas, pero creo que es toda de tu talla —informó la francesa mientras acariciaba un conjunto largo de lame.
—Si fuera necesario, puedo arreglarlos —se ofreció Carmen—. Sé coser.
La francesa la miró severamente.
—¡Olvídate de que has sido sirvienta, querida! Aquí no tendrás tiempo de coser. Tú eres Carmen Rades de Andrade-Segovia, una señorita de la alta sociedad madrileña, hija de un marqués, y no sabes coser. Es necesario que te vayas identificando con tu personaje. Por lo pronto déjame que te vea caminar. Ve hasta la puerta y regresa, por favor.
Carmen obedeció.
—Bueno —aprobó Eveline—. La cosa no está tan verde como temía. Tienes una elegancia natural que, como diría un reaccionario, no se suele prodigar en las clases populares.
Eveline abrió el hatillo de Carmen sobre la cama y examinó su contenido con expresión de disgusto, casi de asco. Dos o tres vestidos, enaguas y medias, todo de lo más vulgar. Sacudió la cabeza reprobadoramente.
—¡Todo esto a la basura! Se lo daré a la sirvienta que viene todas las mañanas para limpiar la casa y hacer la comida. Tú tienes ropa de sobra en ese armario. —Se volvió de pronto—. ¿Eres virgen? —Y advirtiendo la expresión de asombro de Carmen, añadió—: Puedes hablarme con toda franqueza, no soy tu madre, pero hay ciertas cosas que debo conocer.
—No, no soy virgen.
La francesa la miró a los ojos.
—¿Sabes que tendrás que acostarte con un hombre para conseguir la información? Carmen bajó la cabeza.
—Sí —musitó.
—Naturalmente lo harás por la causa, como un sacrificio, pero lo más probable es que se trate de un hombre joven y guapo. No será una experiencia tan terrible. Un hombre hermoso siempre es un hombre hermoso. El más bello animal, con su sexo soberbio levantado por ti. ¡Ésa es la mayor victoria de una mujer!
Carmen guardó silencio.
—Hay una cosa que debes saber —prosiguió la francesa—. Vamos a vivir en esta casa los cuatro, Alfredo, Yuri tú y yo. Tendremos que trabajar intensamente durante un mes y será inevitable que surjan fricciones y problemas. Para mitigarlos en lo posible quiero que las cosas queden claras desde el principio. La responsabilidad de la operación es de Oscar, un camarada al que conocerás mañana, pero en la casa mando yo y quiero que nos llevemos bien. Debes saber que ese argentino que te ha besado la mano antes, Alfredo Codevilla-Medina, es un vividor y un sinvergüenza que intentará seducirte, como hace con todas las chicas. —Pasó una mano mórbida por el brazo desnudo de la muchacha—. Tú eres muy hermosa —afirmó adoptando un tono más íntimo—. Seguramente va a intentar seducirte. No me importa si cuando todo acabe te vas con el gaucho, pero mientras estemos aquí no conviene que te distraiga. Mantenlo en su lugar. En cualquier caso yo siempre estaré cerca si se propasa. Cuando estés sola con él, esa puerta debe permanecer abierta, ¿lo has entendido?
—Sí.
—Si Codevilla necesita una mujer, en Lisboa hay muchos prostíbulos y abundan las damas desconsoladas que buscan compañía masculina.
—Entiendo.
—En cuanto al otro, al piloto ruso, ése es casado y tiene una familia en Rusia. Todavía te falta conocer a Oscar, que es húngaro y chapurrea español. Pero es tan feo que no creo que te enamores de él.
Eveline tomó del armario un sencillo vestido de casa, unas bragas y unas zapatillas.
—Acompáñame, que ahora te enseñaré el baño que compartiremos tú y yo. Hay otro en el piso de abajo para los hombres.
Era un cuarto amplio y destartalado, con una bañera de hierro sostenida por patas de león atornilladas al suelo de mosaico. Había un pequeño armario con media docena de toallas rosas y otras tantas blancas.
—Tú usarás las rosas y yo las blancas. Después de cada uso hay que dejar el baño impoluto y ventilado. Soy muy escrupulosa. Éste es tu jabón. El mío lo traeré yo de mi habitación. ¿Está todo claro?
Carmen asintió.
—En ese caso te dejo para que te des un buen baño. Cuando termines te pones esta ropa y bajas a cenar.
—No tengo mucha hambre.
—Será una cena muy ligera. Mañana comenzamos a trabajar. Si necesitas algo, dímelo.
Carmen, cuando se quedó sola, se sintió algo aturdida. Sólo el baño era mejor que todo lo que había tenido hasta entonces. Acostumbrada a asearse en un barreño de cinc, éste era un lujo con el que a veces había soñado, aunque le había parecido siempre inalcanzable. Ahora podía disfrutarlo. Pensó que estaba viviendo una especie de aventura como las de Jean Harlow en sus películas. Ese pensamiento la hizo reír. Espió su risa ante el espejo. Sí, estas cosas probablemente podían pasar fuera del cine. Y ahora le estaban ocurriendo a ella. Por vez primera desde que decidió colaborar con los comunistas se sentía personalmente interesada en el proyecto que la había traído a Lisboa. Como en el cine, la vida iba a veces demasiado de prisa.
Caía el chorro de agua caliente, el baño se llenó de vapor y Carmen dejó de verse en el espejo. Mejor así. Aquella atmósfera algodonosa era como una tibia placenta, como un refugio para aislarse del mundo. Cuando la bañera estuvo mediada y el agua sólo salía tibia, Carmen cerró el grifo, rectificó con agua fría, añadió copos de jabón, los agitó con la mano y se sumergió en el líquido espumoso.
«¿Qué me traerá la vida?».