Sevilla
Mediopeo abandonó un momento el enorme cepillo con el que lustraba las botas del sargento Albánchez Torróte y entreabrió la bolsa para mostrar al suboficial las dos botellas de aguardiente de Cazalla. La constatación del alijo venció los últimos escrupulillos del sargento.
—Del bueno, ¿eh? Destilao como Dios manda —recalcó Mediopeo—. Me lo trae un primo de Cazalla que trabaja en la fábrica. Éste ya ni se vende. Está vendido antes de embotellarlo.
El sargento carraspeó violentamente, regurgitó un gargajo, lo amasó brevemente con la lengua y lo escupió con tal arte y tino que fue a estamparse en la ceja de un perro callejero. El chucho meneó el rabo, agradecido.
—¿Y dices que es para una viuda?
—Sí, una viuda que se quiere ir con su madre a Badajoz. —¿Está buena?
—¡Hombre, lo que se te ocurre! —lo reprendió el limpiabotas—. Es una mujer respetable, de derechas, y todavía no se le ha pasado el duelo.
—Ya se le pasará. En cuanto le pique el chichi y eche de menos el nabo del difunto, ya verás como se dispara.
—¡Coño! —se impacientó Mediopeo—. ¿Me vas a hacer la pápela o no?
—¡Que sí, hombre, que sí, que eso es pan comido! Pero oye: ¿y por qué no lo pide con una instancia a Queipo, como todo el mundo?
—Porque la combinación la tiene mañana, en un coche que sale para Badajoz, así le sale el viaje gratis. Por otra parte, la pápela, cuando se solicita por el conducto reglamentario, tardáis varios días en concederla, con tanta averiguación.
—Bueno —el sargento aceptó la explicación—. Y que conste que lo hago por hacerle el favor a una viuda. ¿Será afecta al Movimiento, no?
Mediopeo se llevó la mugrienta mano a la boca y juró besando la cruz del pulgar y el índice:
—¡Afectísima! ¡Eso, certificado! ¿Si no fuera afecta y de derechas le iba a hacer yo un favor?
—¿Cómo se llama?
—Encarnación Pérez Baeza. Aquí tienes un certificado de buena conducta firmado por el párroco de San Gil.
—¿El de San Gil? ¿Pero a ése no lo fusilaron los rojos?
—¡Y yo qué sé! Habrán puesto a otro, digo yo. Curas hay para dar y vender, ¿no?
El sargento Albánchez Torróte examinó profesionalmente el certificado, comenzando por el estampillado del registro parroquial en tinta verde sobre el obligatorio sello de cuarenta céntimos del Donativo Voluntario a la Cruzada. Comprobó la fecha y la firma del cura. Todo en orden. Lo que ignoraba el sargento era que la titular de aquel certificado había fallecido de tuberculosis dos días antes en el hospital de las Cinco Llagas.
—Te esperas por aquí media hora o así, que saldré con el papel.
El sargento descabalgó el pie de la caja del limpiabotas y tomó la talega que contenía las botellas.
—Luego salgo —prometió, yendo ya en retirada.
Pasa un tranvía triturando el nervio de la calle. En la entoldada terraza del café Central un hombretón rubio y colorado, oriundo de Bremen, al que la ropa civil le sienta fatal, rebaña con manifiesta satisfacción el plato de callos que tiene delante.
—Kolossal, ¿cómo se llama esto, camarrero?
El camarero, menudo y conejil, delantal blanco ceñido, servilleta al brazo, la bandeja de peltre sobre el pecho, se inclina servil.
—Son almorranas, señor oficial.
—¿Al… mo… rras…? —intenta repetir el coronel de la Luftwaffe.
—No, no señor, almorras no: al-mo-rra-nas.
—Al-mo-rra-nas —acierta a pronunciar el germano.
—¡Eso es: almorranas! —aprueba el camarero—. Lo ha dicho usted muy bien.
—¡Almorranas! —se reafirma el aprendiz, y recita—: Camarrero, tráigame usted un plato de almorranas. ¿Se dice así?
—¡Ahí, ahí: lo dice usted perfectamente, señor militar! Y pídalas siempre fresquitas, recién cortadas. Y que no se las laven mucho, que entonces pierden la sustancia.
—Jabol: ¡almorranas sin lavar! Yo entienden
Se retira el camarero ufano de su buena acción, digno el semblante, recreándose en la suerte.
—¡Chist, Curro!
El que chista es el limpiabotas Braulio Cascajo Expósito, por mal nombre Mediopeo, que ha asistido a la escena desde la barra del establecimiento. Acude solícito el camarero.
—¿Qué pasa, Braulio?
—Poca cosa. Oye: éste, ¿qué es?, ¿de los alemanes esos?
—Ya lo ves. De los que han venido a levantar España.
—¿Y dónde paran?
—Los mandamases en el hotel Cristina y los sargentos en pensiones de medio pelo, todos por el Arenal. Son aviadores. ¿Te pongo un aguardiente?
—Lo voy a dejar para luego. Ahora voy a dar una vuelta, a estirar las piernas.