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España

El Usaramo atracó en el puerto de Cádiz la noche del día 6 de agosto. Una fila de camiones del Ejército se hizo cargo de las mercancías. Los pasajeros subieron a destartalados autobuses que los condujeron a la cercana estación de ferrocarril donde les habían reservado dos vagones del rápido con destino a Sevilla.

Les amaneció en el tren, atravesando una extensa llanura. Los barbechos calcinados por el sol se alternaban con viñedos rectilíneos, sobre blancas colinas arcillosas. A veces, pocas, un bosquecillo de pinos se esforzaba por alegrar la monotonía del paisaje; otras, acá y allá, sobre el costurón de algún arroyo, surgía un verde cañaveral. Algún cortijo aparecía a lo lejos con los muros blanqueados y las ventanas teñidas de profundo azul o de ocre calamocha. Atravesaron un par de secarrales de cardos y espinos en los que pastaban famélicas vacas vigiladas por sombríos pastores y, al salir de un lento recodo, se les apareció Sevilla a lo lejos, un caserío plano de muros blancos y tejados rojos, campanarios negros apuntando al cielo, y en medio, más alta, la Giralda. Ésa era la imagen que guardaba Rudolf después de siete años de ausencia. Le pareció una ciudad tan ensimismada como los geranios que iba encontrando, primero en los humildes ventanucos sin rejas de los arrabales; después, en los historiados balcones de las mansiones y azoteas de más fuste, en las coquetas casas de ladrillo de la Exposición, con sus tejadillos y alféizares mudejares.

El cabo Kolb y otros entusiastas se arracimaban en las ventanillas y gritaban proclamas de entusiasmo garañón a la vista de las muchachas que rebuscaban carbón en la vía o recogían hierbas comestibles en los descampados.

Resopló el tren en la curva y penetró bajo la enorme marquesina de hierro y cristal de la estación de San Bernardo. De las estilizadas columnitas de hierro fundido que sostenían la alta techumbre colgaban guirnaldas y banderas españolas, todavía tricolores, así como algunas de la Falange, rojas y negras con el yugo y las flechas. En el andén aguardaba una representación compuesta por autoridades militares y civiles de segundo rango con sus sombreros y bastones, sus correajes y brazaletes, sus condecoraciones y bandas. El coronel de Intendencia bajito, barrigón y miope que presidía el comité de recepción tenía a su lado, como intérprete, al secretario del consulado alemán, un tipo rubio y desgarbado que le sacaba la cabeza. Cuando el tren se detuvo por completo y Papa Speerle apareció sonriente en la portezuela del primer vagón, el rubio dijo algo al oído del coronel y éste disparó el brazo en ortodoxo saludo fascista, ademán que fue prontamente imitado por el resto de la comisión. Papa Speerle devolvió el saludo cesáreo sin mucha convicción, con un gesto parecido al de espantar una mosca.

Una banda de música municipal que hasta entonces se había mantenido en discreto segundo plano detrás de las autoridades, atacó sañudamente el pasodoble España cañí.

Todo resultó muy emotivo. Papa Speerle saltó ágilmente a tierra seguido de sus oficiales. A una señal del concejal delegado de festejos, también jefe de protocolo de la corporación, cinco agraciadas señoritas ataviadas con el traje local, muchos volantes y lunares, entregaron claveles a los que iban desembarcando. Otros, desde las ventanillas, reclamaban el suyo. Algunos se colocaban el clavel en la boca o sobre el sombrero y hacían gansadas. Eran jóvenes y estaban en edad, aparte de que no veían la hora de impresionar a las señoritas.

Von Balke, ajeno al bullicio general, con la fría indiferencia que debía caracterizar a un oficial prusiano, pero sin poder reprimir dentro de sí la palpitación acelerada de un joven corazón, buscó a su tío entre la multitud. Por fin lo encontró: Martin Bauer era un sesentón compacto, rubicundo y algo entrado en carnes que agitaba un sombrero flexible tratando de atraer la atención de su sobrino. Vestía un traje blanco de algodón y lucía un clavel rojo en la solapa. El criado que lo acompañaba se adelantó para hacerse cargo del equipaje.

Sevilla

Los alegres geranios de la escalera se habían agostado por falta de riego, aunque Carmen todavía vivía allí. Eran las ocho de la mañana y ya sonaba el traqueteo de la máquina de coser detrás de la humilde ventana azul que daba a la galería del corral de vecinos. Doña Herminia se detuvo ante la puerta y miró el tablón nuevo que sustituía al que los legionarios rompieron a patadas el día del registro. Titubeó. Hay heridas que tardarán mucho tiempo en cerrarse, pensó. Si es que se cierran alguna vez. Dio dos golpes quedos, con los nudillos. Dejó de sonar la máquina de coser y después de un incómodo silencio se escuchó la voz alarmada de Carmen.

—¿Quién es?

—Ábreme, Carmen. Soy Herminia.

Se abrazaron sin decir palabra. Carmen disimulaba su hermosura con un severo vestido de verano negro y ancho. Tenía los ojos inflamados, ¿de llorar o por el exceso de trabajo? En la humilde estancia sólo había un catre desvencijado y tres sillas, una percha con ropa humilde, la máquina de coser y dos canastas, una la de las camisas hilvanadas y otra la de las terminadas. Carmen cosía camisas caquis para el Ejército, para los bravos voluntarios que iban a salvar a España de la hidra marxista. A cincuenta céntimos unidad. Este trabajo le daba para vivir.

Frente a sendas latas de café de achicoria endulzada con meloja, Carmen y Herminia hablaron de banalidades, como si el dolor que se había instalado entre aquellas cuatro paredes pudiera conjurarse simplemente ignorándolo. Finalmente Herminia se atrevió a exponer su embajada.

—Vengo a pedirte un favor.

—Tú dirás.

—No es un favor personal. Es —titubeó escogiendo las palabras— un favor para la «causa».

Carmen asintió en silencio. Desvió la mirada y se quedó contemplando un punto imaginario más allá de la ventana, en la que unos pobres visillos filtraban la agria claridad del mundo y subrayaban la paz recoleta de la estancia. «Está guapa como una Virgen dolorosa», pensó Herminia y reprimió el deseo de acariciar la hermosura marfileña de aquellos brazos desnudos.

—Puedes contar conmigo.

—No soy yo la que te pide el favor —insistió Herminia—. Es… ya sabes. Somos…

—Ya sé quiénes sois —intervino Carmen—. Haré lo que haga falta.

Herminia no esperaba que resultara tan fácil.

—Quizá antes deberías saber de qué se trata —sugirió.

Carmen negó con la cabeza.

—De lo que se trate, podéis contar conmigo.

—Puede ser peligroso.

—Más de lo que me han hecho, ya no pueden hacerme. Su voz era tan calma y fría que Herminia se removió incómoda en su asiento. «Cuánto dolor anida en ti, mi pobre niña». La abrazó y al momento sintió que las lágrimas candentes de su antigua alumna le corrían por el cuello. Después vinieron los sollozos, primero apenas gemidos contritos, luego casi aullidos de rabia y de honda pena. Herminia estrechaba su abrazo, besaba el cuello de su amiga y lloraba en silencio sobre aquella hermosura torturada.

Cuando se hubo desahogado, Carmen se enjugó las lágrimas con un pañuelo húmedo y preguntó otra vez con voz entera:

—¿De qué se trata?

—Braulio vendrá esta tarde a explicártelo.

—¿Qué Braulio?

—Mediopeo.

Carmen no pudo disimular su contrariedad.

—¿Qué tiene que ver Mediopeo con esto? Ese payaso de los señoritos no es de fiar.

—Tu padre lo apreciaba.

—Mi padre apreciaba a cualquiera sólo porque fuera pobre. Mi padre y mi hermano vivían en Babia y por eso nos vemos así. ¿Qué tiene que ver Mediopeo en esto?

Herminia sonrió. «Si tú supieras».

—Mediopeo no es lo que parece. Recíbelo y él te contará.

Al despedirse, ya en la puerta, Herminia estrechó las manos de su antigua alumna.

—Tu padre y tu hermano estarían orgullosos de ti.

—No lo hago por ellos, sino por mí. —Se le quebró la voz como en un sollozo—. ¡Por lo que me han hecho a mí y a otras!

Herminia asintió.

Aquella noche, desde una buhardilla de la calle de los Caldereros, muy cerca del cuartel general de Queipo de Llano, mientras el facundo general emitía su charla radiofónica, el operador conocido en el código moscovita como Manzanilla transmitió un breve mensaje que fue recibido por la estación de Gibraltar: «Amapola abierta. Repito: Amapola abierta», seguido de un número de código. El mensaje tardó dos días en llegar a la oficina de la Seguridad del Estado en Moscú. Con la transcripción en la mano, Yagoda sonrió. «Ya sabía yo que la amapola estaba abierta. Las amapolas siempre lo están».