París
La sede de la agencia de noticias y editora Amanecer estaba en un quinto piso sin ascensor del número 35 de la rué Voltaire.
El sujeto del sombrero de fieltro que acababa de subir los ciento veinte peldaños se detuvo un momento a recuperar el resuello antes de oprimir el timbre de la puerta. Dentro se escuchó un taconeo femenino. El hombre se ajustó la corbata. Descorrieron la mirilla y unos ojos inquisitivos examinaron al visitante. La propietaria de los ojos no quedó prendada de lo que vio: un tipo de unos treinta y pocos años, de aspecto ruin, bajito, feo, de espesas cejas y pelo crespo peinado para atrás.
—¿Quién es?
—Soy Oscar —respondió la voz profunda del hombre.
Oscar era el nombre de guerra de Arthur Koestler. Sólo tres días antes, Koestler residía en Ostende, donde vivía de una asignación mensual que le enviaba el Komintern para que escribiera un libro. Una llamada de Willy Münzenberg para que acudiera urgentemente a París lo había arrebatado de su paraíso.
La chica descorrió el cerrojo y le franqueó la entrada.
—Adelante, monsieur. Lo están esperando.
Koestler observó con interés el trasero de la joven que lo precedía por el angosto pasillo, entre estanterías repletas de panfletos y octavillas. Un par de carteles de propaganda de la Internacional y una bandera roja sujeta con chinchetas a la pared revelaban la ideología de la supuesta agencia. A Koestler le pareció que el apetitoso trasero de la recepcionista no encajaba en aquella agobiante guarida revolucionaria.
En la sala de juntas cuatro personas se sentaban alrededor de una mesa rectangular en la que había dos ceniceros repletos de colillas rancias. Presidía la reunión Heinz Neumann, primer director del Komintern en España.
Neumann hizo las presentaciones: Alfredo Codevilla-Medina, un agitador argentino que había residido en Madrid; Willy Münzenberg, jefe de publicidad del Komintern en Europa occidental, y Eveline Beauseroi, una institutriz francesa de mediana edad que inmediatamente atrajo la atención de Koestler.
Aquella noche, el húngaro escribió en su diario: «Después de la reunión, el sinvergüenza de Codevilla consiguió que le sufragara un café a cambio de contarme algunos chismorreos sobre madame Beauseroi. Al parecer proviene de familia bien, venida a menos, y nunca sintió el menor interés por la causa revolucionaria, sino todo lo contrario, hasta que en 1929 el crac de la bolsa arruinó a sus patronos y ella se vio en la calle y sin empleo. Casi inmediatamente ingresó en el redil comunista por vía vaginal, de la mano de un obrero metalúrgico al que conoció en un comedor sindical. No es mal parecida y probablemente posea un coño peludo y duro debajo de las faldas, pero hace todo lo posible por disimularlo. Debe de pertenecer a la clase de viragos que creen que la dedicación a la causa exige renunciar a cualquier muestra de femineidad».
Neumann cedió la palabra a Münzenberg y éste fue directamente al grano.
—Camaradas: anoche regresé de Moscú, donde he pasado dos días con el camarada Togliatti. Los aquí presentes hemos sido seleccionados por la comisión interna del Komintern para llevar a cabo una misión de vital importancia en la lucha contra el fascismo. Hitler está enviándole técnicos a Franco. Nuestra tarea inmediata consistirá en entrenar a una chica española para que realice labores de espionaje. La chica es comunista y su familia ha sido asesinada por los fascistas, por eso regresará a España provista de documentación falsa y de una identidad nueva. Se hará pasar por una aristócrata madrileña escapada de las cárceles del pueblo. Su éxito depende de que seamos capaces de modelar su nueva personalidad en menos de un mes. Madame Beauseroi le enseñará los modales, el comportamiento de una aristócrata, además de algo de francés; el camarada Medina…
—Codevilla-Medina, por favor —corrigió el aludido, con una sonrisa helada, mientras encabalgaba elegantemente una pierna sobre otra.
Koestler observó sus zapatos algo ajados, pero lustrados con esmero, que contrastaban vivamente con unos botines inmaculadamente blancos. El traje a rayas, aunque pasado de moda, le quedaba impecable. Tenía porte aristocrático el camarada Codevilla-Medina con su pelo estirado con brillantina a lo Carlos Gardel, su rostro pálido y escrupulosamente rasurado, sus finas y armoniosas facciones.
—Bien —concedió Münzenberg—, el camarada Codevilla-Medina le suministrará los datos esenciales sobre la nobleza española y el conocimiento de fondo que debe poseer una muchacha que ha viajado por el mundo y ha veraneado en San Sebastián. —Hizo un breve inciso y miró a Koestler—. El camarada Koestler, por su parte, la acompañará en su viaje de regreso a España y la tutelará en Sevilla, donde él se hará pasar por periodista internacional simpatizante de los nazis. El camarada pagador los proveerá de los pasajes para Lisboa, donde ya se ha contratado el hotelito discreto, en la parte antigua de la ciudad, donde residirán. Allí se les unirá un piloto ruso que la entrenará acerca del avión. ¿Hay alguna pregunta?
Había miles de preguntas.